12/28/2005

La belleza ante los ojos de los demás



¿Lo bello será el gusto de la mayoría? Aquello que se percibe como bello, depende de ese alguien, de otro sujeto que contempla. Se clama por lo que, popularmente, se considera lo mejor, lo que es costoso, lo que está de moda.

Hace tiempo ya que se habla del barro y sus cualidades cosméticas. Si uno unta el barro en todo el cuerpo por un lapso que puede ir desde media a una hora, por lo menos dos veces al mes, año tras año, obtendrá una piel hermosa y con vitalidad, se promete. Es que el barro o lodo constituye un material natural, de variadas procedencias y composiciones minerales, que tiene propiedades refrescantes. Cuando se evapora el agua de su estructura, se transforma en un elemento libre de contaminación y con las cualidades de tonificar, desinfectar, hidratar, estimular, pulir y depurar la piel. El barro puede proceder de terrenos volcánicos, áreas cercanas a manantiales o lagunas, y del fondo del mar. De los de terrenos volcánicos, los más reconocido provienen de la Argentina, Italia y Japón. Griegos, romanos, árabes y otras civilizaciones la han utilizado, pero -casi exclusivamente todo lo contrario a hoy- para el tratamiento de distintas enfermedades. (El lodo se lo puede utiliza para combatir congestiones, problemas de riñones, estómago, hígado, vientre y otros “desarreglos en los órganos internos”, como las flatulencias, el mal aliento, las úlceras, etcétera.)
Pero también los griegos, el hombre medieval y los que los siguieron (sin excluirnos, para nada, a nosotros), tuvieron su ideal estético. A propósito, referido a este tema, se ha editado en la Argentina Historia de la belleza, de Humberto Eco, quien rastrea, a lo largo de 2.500 años, el ideal de lo bello. En el último capítulo del ensayo, referido a las vanguardias versus los medios de comunicación, Eco plantea la mirada de un “historiador del arte del futuro o un explorador llegado del espacio” (“imaginemos”, pide) para constatar, con una mirada “desde lejos”, cuál ha sido lo característico en materia de belleza durante el siglo XX, aunque luego señala que “nosotros no podemos mirar desde tan lejos”.
Lo que aquí importa de la frase, como ejemplo, es subrayar la “mirada”, la percepción del otro sobre lo bello.
Y justamente, siempre hay un sujeto, un yo, alguien, que observa, que contempla, un objeto u otro sujeto. Y es así porque cuando existe un solo participante, único y total, no hay lugar para un acontecer estético. Mijaíl Bajtín, lingüista y crítico ruso, en Estética de la creación verbal, sostiene que “la conciencia absoluta que no dispone de nada que le fuese extrapuesto, que no cuenta con nada que la limite desde afuera, no puede ser estetizada […]”. Agrega que ni siquiera viéndonos en el espejo, ya que “permanecemos dentro de nosotros mismos y vemos tan sólo un reflejo nuestro que no puede llegar a ser un momento directo de nuestra visión y vivencia del mundo: vemos un reflejo de nuestra apariencia, pero no a nosotros mismos en medio de esta apariencia, el aspecto exterior no me abraza a mí en mi totalidad; yo estoy frente al espejo pero no dentro de él; el espejo sólo puede ofrecer un material para la objetivación propia, y ni siquiera en su forma pura”. Es decir que, en este caso, también se contempla a otro.
Un filósofo y teólogo contemporáneo suizo, Hans Urs von Balthasar, sostiene que la belleza, al igual que el amor, no se explica; que ella es su propia explicación. Al hablar de lo que en filosofía se denomina “trascendentales” (la belleza, la verdad y la bondad), pone el ejemplo de un bebé, el cual, al sonreír, capta todo el amor de la madre. Es ahí cuando se da lo que Balthasar define como “experiencia originaria”, o sea, el despertar de la conciencia, el cual viene de afuera, de la madre, y que hace tomar conciencia luego al niño de que el ser es bueno, verdadero y bello. Así, en este encuentro entre la madre y el niño, se dan cuatro cosas: 1) que él es uno en el amor con su madre, al tiempo que él no es la madre; 2) que este amor es bueno y, por lo tanto, el ser es bueno; 3) que este amor es verdadero y, por consiguiente, el ser es verdadero; 4) que este amor provoca alegría y gozo y, de esta manera, todo ser es bello.
En la misma línea de pensamiento de amor, belleza y el otro y su mirada, se encuentra el ensayista, historiador y filósofo búlgaro Tzvetan Todorov, quien asegura que el lactante, entre la séptima y la octava semana de vida, “hace un gesto que no tiene igual en el mundo animal”, y no se contenta con mirar a la madre, sino que trata de capturar su mirada para ser mirado. “Quiere contemplar la mirada que lo contempla: éste es el acontecimiento gracias al cual el niño entra en un mundo inequívocamente humano”, asegura, y, por ello, la existencia específicamente humana comienza con el reconocimiento de nosotros mismos por parte de otro ser humano.
Esa dependencia del otro, anecdóticamente la relata en El libro del té, Kakuzo Okakura: “Recuerdo al respecto una historia acerca de Kokori-Enshiu. El maestro era elogiado por sus discípulos por el gusto admirable que había demostrado al seleccionar su colección. Dijeron: ´Cada pieza es tal que nadie podría dejar de admirarla. Demuestra que vuestro gusto es superior al de Rikiu, pues su colección sólo podía ser apreciada por un espectador entre mil´. Enshiu contestó con tristeza: ´Esto sólo demuestra lo trivial que soy. El gran Rikiu se atrevía a amar sólo aquellos objetos que lo atraían personalmente, mientras que yo, inconscientemente, trato de satisfacer el gusto de la mayoría; en verdad, Rikiu era de aquellos maestros de té de los que se encuentra uno entre mil”.

Múltiples apreciaciones
El criterio, la apreciación, el gusto, influyen a la hora de decir esto es bello, esto no. Otro ensayo clásico japonés, El elogio de la sombra, escrito por Junichiro Tanizaki en 1938, diferencia las concepciones estéticas entre Occidente y Oriente. Mientras en el primero su aliado es la luz, en el segundo lo es el enigma de la sombra. “En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan sólo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra”.
Okakura también escribió: “Sin embargo, debemos recordar que el arte tiene valor sólo en la medida en que es capaz de hablarnos. Sería un lenguaje universal si nosotros mismos fuéramos universales en nuestras simpatías. Nuestra naturaleza finita, el poder de la tradición y los convencionalismos, así como nuestros instintos hereditarios, reducen el alcance de nuestra capacidad para el goce estético. Es nuestra propia individualidad la que en cierto sentido establece un límite a nuestro entendimiento, y nuestra personalidad estética busca sus propias afinidades en las creaciones del pasado. Es verdad que nuestro sentido de apreciación estética se agranda al cultivarlo, y nos volvemos así capaces de gozar de expresiones de belleza hasta entonces desconocidas. Pero, después de todo, en el universo sólo vemos nuestra propia imagen; nuestras idiosincrasias particulares dictan el modo de nuestras percepciones. Los maestros del té coleccionaban únicamente aquellos objetos que correspondían estrictamente a su sentido estético particular”.
Volviendo a Eco, el ensayista italiano habla de “la belleza de la provocación”, que es la que proclaman “los distintos movimientos (artísticos) de vanguardia” (en nuestro ámbito, alcanza con recordar la muestra, ofensivamente polémica, que desató el artista León Ferrari), los cuales pretenden -sostiene- “enseñar a interpretar el mundo con una mirada distinta, a disfrutar del retorno a modelos arcaicos o exóticos: el mundo del sueño o de la fantasía de los enfermos mentales, las visiones inducidas por las drogas, el redescubrimiento de la materia, la nueva propuesta alterada de objetos de uso en contextos improbables […]”.
Lejos parece haber quedado el orden, la magnitud y la armonía que proclamaba Aristóteles y que representaba todo un ideal de una civilización. Aunque Eco se refiere al arte abstracto como responsable de proponer formas puras, pese a que seguidamente cuenta: “Pero quien haya visitado una exposición o un museo en los últimos tiempo, con toda seguridad habrá escuchado a personas que, ante un cuadro abstracto, se pregunta qué representa y protestan con la inevitable pregunta: Pero, ¿esto es arte?”. Y concluye al afirmar que este retorno a la estética de las proporciones y del número se produce en contra de la sensibilidad común, en contra de la idea que “el hombre corriente tiene de la belleza”.
Zeami es una de las figuras de la cultura japonesa, y a quien junto a su padre, Kanami, se le atribuye la creación del teatro No. En Fushikaden, en donde expone su teoría teatral, menciona tres conceptos fundamentales: Hana (flor), Monomane (imitación), y Yugen (gracia, elegancia refinada). Estos tres elementos, según los códigos de Zeami, pueden ser explicados a través de la interpretación de la figura de un anciano, el cual posee una cualidad interna bella, delicada, elegante que no se podría manifestar con la sola imitación de los rasgos externos. Más allá de las arrugas, de la enfermedad y del deterioro por la vejez, se conserva un encanto sutil, refinado, tan propio del viejo o más que la simple apariencia física del cansancio y de la edad avanzada. Manifestar la apariencia física correctamente (Monomane) y a la vez su belleza elegante interior (Yugen) es el arte un verdadero actor de No, que así, mediante su interpretación escénica ante el espectador, será capaz de hacer brotar la flor (Hana).
Nuevamente aparece el otro, el público, y su mirada. Y la belleza, en este caso, ya no es una simple adecuación entre esencia y apariencia, sino algo más complejo, ya que la esencia aparece en la apariencia, en lo actuado.
Por más que el barro aumente el contenido de agua de las células, que limpie los poros, erradique las impurezas y las células muertas y mineralice la piel, la belleza absoluta sólo seguirá residiendo en algo trascendental, en ese otro del cual depende el mundo.

12/25/2005

“Venimos a esta vida a aprender de lo bueno y de lo malo”



Ordenada en Japón por la Escuela Soto Zenshu, la monja budista Aurora Oshiro dirige desde el 2002 el monasterio de Kumamoto, lugar en el que se hace el retiro internacional y a donde se dirige gente de todo el mundo para realizar la práctica de Zazen. Trascendiendo las categorías religiosas, esta argentina asegura que “cada uno encuentra su propio camino”, sea el católico o el musulmán, y habla de la cuestión del silencio y la contemplación.

Un metro y habrá logrado cruzar Cabildo, pero en vez de apurar los pasos antes de que el semáforo le muestre el rojo, la señora se inclina hacia su derecha para recriminarle algo al taxista que de La Pampa ha doblado para tomar la avenida. Es un jueves de invierno, anormal, podría decirse: hace cerca de 20 grados. El conductor algo le debe estar gritando, al igual que la señora, y a unos metros, en la esquina en donde hay una confitería, los taladros de los empleados de la Ciudad de Buenos Aires perforan la vereda y el 168 y los autos particulares hacen sonar las bocinas, y pinnnn pinnnn, y el tránsito se detiene. Hacia el bajo, siguiendo por La Pampa, la escena es la “normal” de una siesta: señoras y chicas con paquetes, motitos de delivery, taxis, taxis y taxis, algún local en refacción y los escolares caminando de la mano de sus madres.
Acá adentro, sin embargo, parece haber una frontera para la vida urbana. La habitación es silenciosa; no es demasiado oscura ni demasiado luminosa; ni cálida ni fría (dicen que el demasiado es el origen de todas las perturbaciones). La simplicidad caracteriza al departamento: apenas si hay un mueble con cajones, un teléfono sobre el piso. No hay sillas, sí unos zafu (especie de almohadones) para sentarse, un kakemono, una estufa con un Buda y una foto tomada en el Jardín Japonés, en 1997, en donde figura el grupo de Zazen que desde 1987 concurría al damero para las prácticas. Parte de ese grupo es el que ahora se reúne en este departamento de Belgrano los martes y sábados para sentarse con las piernas cruzadas, la espalda bien derecha y el mentón recogido. Buscan la paz, la libertad; la clarificación de la mente; la armonía del pensamiento y la acción.
-¿Qué es Zen?
-¡Qué no es Zen! –me había respondido un sensei de karate hace algo más de tres años, y esa cuestión, ¡la cuestión!, ya era una perturbación.
“En verdad, nuestro lenguaje tiene una limitación -explica ahora Aurora Oshiro, monja budista ordenada en Japón por la Escuela Soto Zenshu-. Lo que yo puede entender como Zen puede ser distinto a lo que vos entendés. Por eso es tan importante la cuestión del silencio, porque va más allá de lo intelectual. La definición es Zen como meditación, pero esa misma palabra uno la utiliza para pensar, y entonces el término meditación tampoco sería el adecuado; más bien sería una práctica de concentración”.
Oshiro, una de las pocas argentinas que instruye -aunque ella se considera como alguien que da “una ayuda”-, habla, luego de repasar la introducción del budismo en Japón (empezó en la India, pasó por China, Corea y de allí a Japón), del un movimiento integrador. “Algunas dicen que no se necesita hacer la práctica, que con sólo repetir un mantra, el nombre de Buda, uno se libera. El Zen considera el propio esfuerzo, no mirar hacia afuera, no esperar de afuera; uno tiene que despertarse, no es buscar, es despertarse. Todos los seres, los animales, las plantas, tienen la naturaleza de Buda; está en nosotros y hay que despertarlo. Una manera es nombrándolo, reverenciándolo; otra es el propio esfuerzo, esto es a través del Zazen, sentarse, meditar y tratar de volver al silencio original, antes de las palabras, antes de las ideas, ante de los dogmas. Es entrar en ese silencio para escuchar la propia voz. Cada uno encuentra su propio camino, o sea que éste no es el único: está el católico, el musulmán; cada uno a su manera. Es como una montaña: cuando se está en la base todos están muy separados, y cada cual defiende su posición; sienten que el camino es éste, que hay que subir por acá, pero a medida que se va subiendo, todos se van acercando y llega un momento en el que no hay nombre, en el que todo está más allá de la palabra, más allá de los textos. He conocido a otros budistas que dicen que están en el verdadero budismo, ´ah´, les digo, y creo que eso es la ignorancia, la raíz de todo mal. Por eso venimos a esta vida, a aprender de los buenos y de los malo, y por eso tampoco está la noción de Pecado Original dentro del budismo. Uno tiene que ser tolerante”.
Si a través de la historia los enfrentamientos, las guerras religiosas, han sido una constante, ella, que desde el 2002 es la directora del monasterio de Kumamoto en donde se hace el retiro internacional (hacia allí se dirige gente de todo el mundo para entrenarse, conviviendo junto con japoneses), cuenta que conoció a un cura, el Padre Alex, indio ordenado dentro de los jesuitas y practicante de Zazen, a otros grupos católicos que estudian y profundizan esta práctica, además de su propia experiencia. “Yo estudié en la Universidad del Salvador y tenía Teología. En ese momento estaba como director el Padre Ismael Quiles (sacerdote jesuita y Licenciado en Teología fallecido en 1993, fue decano de la Facultad de Filosofía, rector de la Universidad del Salvador entre 1966 y 1970, e impulsor del Centro de Estudios Orientales -hoy Escuela- dentro de la Facultad de Filosofía de la Universidad del Salvador. En 1988, el Gobierno japonés le concedió La Orden del Sol Naciente con Rayos de Oro y Cintas Colgantes), quien estudió mucho sobre Zen y que me alentó a que viajara a Japón. Dentro del catolicismo mismo hay varias corrientes que tratan de llegar a un nivel contemplativo”.
La contemplación, justamente, es el método del Zen, el cual ha influido a todo el arte japonés (la arquitectura, el sumi-e, el shodo, la poesía, la ceremonia del té, las artes marciales). “Nosotros hoy estamos bombardeados de estímulos; estamos como dentro de un rebaño, y nos van llevando. No queremos un auto, pero nos ponen un nuevo modelo. A través del Zen, uno se sienta frente a la pared, falto de todo estímulo. El Zen te sintoniza, te pone en un espacio propio, sin voces. Si bien todos tenemos obligaciones diarias, trabajo, hay que ser capaz de poder ver, de no estar pegado a la vorágine. Eso es la contemplación. El Zazen te enseña una postura, la idea de formar una montaña, la cual, haya sol, lluvia, día feos, permanece estable”.

“Normal”
Cómo comer, cómo sentarse, eso es lo primero que uno debe aprender antes de ingresar al monasterio de formación internacional de Kumamoto, a cargo de Aurora Oshiro. Y una vez que se entra, luego de esa semana de prueba, se debe permiso para salir. El día en el templo se rige al ritmo del sol. A las tres menos diez hay que levantarse, meditar hasta las cinco, luego una ceremonia de una hora, y el desayuno recitando las sutras. Hay un tiempo para descansar y otra vez la limpieza, el trabajo en huertas y en el parque, otra ceremonia y el almuerzo. La jornada culmina a las nueve de la noche.
Sin embargo, Oshiro, próxima a partir hacia Lima, Perú, en donde asistirá a la en lo referente a las prácticas (el primer templo Budista de Sudamérica fue fundado en ese departamento, en 1907), además de haber formado un grupo de Zazen, asegura que aquí, en Buenos Aires, se readapta a los horarios habituales. “Como con mi familia -dice y ríe-, soy normal -repite y ríe-, pero aunque no quiera, a las tres o cuatro me despierto y entonces hago meditación, porque no puedo andar por la casa porque los perros se inquietan. También me acuesto y leo un rato, hasta que se levantan todos. Trato de integrarme”, asegura y antes de la despedida vuelve a repetir, “viste, somos gente normal”.
Al salir de la silenciosa habitación para subir por La Pampa hacia Cabildo, el demasiado se vuelve a instalar. ¿Qué es Zen? ¡Qué no es Zen! La respuesta sigue evasiva, y es que, como lo expresa Kakuzo Okakura en El libro del té, “el cenismo, como el taoísmo, es el culto de la Relatividad. (...) La verdad sólo puede ser obtenida a través de la comprensión de los opuestos”.


Zen para principiantes

“Una necesidad de expresión muy intensa. Tenía ganas de contar mi historia de un joven que abandona todo, que se introduce en una abismo de prácticas espirituales muy asépticas en Buenos Aires, en Floresta. Qué sucede con alguien que se plantea cuestiones muy profundas del mundo”. Esa fue el objetivo de Diego Rafecas, director guionista y productor de Un buda, su opera prima estrenada este año, y film que cuenta con la participación de Toshiro Yamauchi, monje de la Asociación Zen de América Latina, ex combatiente de Malvinas y vocalista del grupo Luis XV.
Una película alemana, Sabiduría garantizada, dirigida por Doris Dorrie, relata la historia de dos hermanos que pasan por una crisis. Uno, experto en Feng Shui, desea vivir en un templo Zen de Japón para encontrar la paz interior; el otro, destrozado porque su mujer lo ha abandonado, decide acompañarlo. Sin embargo, al llegar pierden los pasaportes, billeteras y la dirección del monasterio, y esto es tan sólo el principio.
Dirigida por el coreano Kim Ki duk, Primavera, verano, otoño... y otra vez primavera muestra el camino del discípulo junto al sabio maestro que vive en un templo que flota sobre la laguna de un profundo valle paradisíaco. A través de la concepción cíclica del tiempo y el paso de las estaciones, el film muestra el encuentro con el dolor, la pérdida de la inocencia, el nacimiento de la sexualidad, y la aceptación de la caída.

Conquista, sometimiento y triunfo a través de la palabra



«Dios volcará sobre España su furor y su ira». Si bien la profecía del padre Bartolomé de Las Casas no se ha cumplido aún, la ficción, constructora de realidades, arquitecta de mundos, ya lo ha hecho, y con un claro objetivo: reflexionar sobre la identidad de América a través de la voz, la pluma, o, para ser más precisos, la palabra. Esa es la conclusión a la que uno llega al leer «Las dos orillas», relato del mexicano Carlos Fuentes incluido en El naranjo, libro publicado en 1993, un año después de la conmemoración del Quinto Centenario de la Conquista de América.
Si en la realidad de esa fecha los festejos no propusieron una integración de los vencidos, el mismo Juan Goystisolo aseguró: «Ningún texto literario expresa mejor el espíritu que debería haber animado la conmemoración del noventa y dos que esta ficción que, a través de la pluma de un traductor-traidor, alcanza la realidad de la visión por medio de la mentira».
Es que el descubrimiento y conquista de América, que conforma una «historia ejemplar» -según lo ha dicho Tzvetan Todorov- está narrada desde la visión de un español que, moral y afectivamente, se ha acercado a los conquistados. Esa perspectiva es la de Jerónimo de Aguilar, ayudante de Hernán Cortés en la empresa de México, y a quien la Historia nunca le daría la voz.

«Lo he visto todo. Quisiera contarlo todo. Pero mis apariciones en la historia están severamente limitadas a lo que de mí se dijo. Cincuenta y ocho veces soy mencionado por el cronista Bernal Díaz del Castillo en su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España. Lo último que se sabe de mí es que ya estaba muerto cuando Hernán Cortés, nuestro capitán, salió en nuestra desventurada expedición a Honduras en octubre de 1524. Así lo describe el cronista y pronto se olvida de mí». (pp 12)

Justamente, los escritos de Bernal Díaz son uno de los hipotextos utilizados por Fuentes. Del regidor de Guatemala se sabe que, al ver las diferencias con lo que él había vivido y lo que leía de los otros cronistas, se decidió, ya pasado los sesenta años, a dar su versión. Si bien trata de acercarse a la realidad, de señalar que la conquista fue continuada por el deseo de riquezas, y rescatar al soldado anónimo, el Aguilar de la ficción de Fuentes pareciera querer expresar su descontento sobre las consignaciones que los sobrevivientes escribieron de los muertos. Él mismo se presenta ya desde la muerte, como dirá, de Bubas, «atroz, dolorosa, sin remedio», que le han contagiado sus «hermanos indígenas». Así, de manera invertida, ya que estructuralmente el relato está numerado del 10 al 0, lo particular de la Historia va cediendo a lo universal de la Literatura, y el narrador, que mezcla la mirada del conquistador y la del conquistado, se vale de la palabra para traducir, traicionar y, sobre todo, inventar.

«Yo sé todo esto porque fui el traductor en la entrevista de Cortés con Guatemuz, que no podían comprenderse entre sí. Traduje a mi antojo. No le comuniqué al príncipe vencido lo que Cortés realmente le dijo, sino que puse en boca de nuestro jefe una amenaza: -Serás mi prisionero, hoy mismo te torturaré, quemándote los pies igual que a tus compañeros, hasta que confieses dónde está el resto del tesoro de tu tío Moctezuma […]». (pp 19)

Antes de su muerte, sin embargo, Aguilar confirma, en una noche, «el poder de las palabras», o tal como lo expresara el portugués José Saramago haciendo referencia a «George Bush o la edad de la mentira», el abuso de las palabras. La diferencia está que, para el español, «la culpable fue una mujer»: doña Marina, también apodada La Malinche. Ella, símbolo de la entrega, la que encarna «lo abierto, lo chingado, frente a los indios, los impasibles y cerrados», según Octavio Paz (para èl, «la chingada» representa a la madre mexicana, a la llorona o la sufrida madre. Es la madre abierta, violada o burlada. «Chingar», concluye, «es hacer violencia sobre otro».), será la «amante» y la «lengua» de Cortés. A menudo se menciona la actitud vacilante de Moctezuma, que casi no le opone resistencia al conquistador. Todorov, recurriendo a las crónicas indígenas, resalta que la derrota, pese a la superioridad numérica frente a los españoles, se debió a que los mayas y los aztecas perdieron el dominio de la comunicación, ya que «la palabra de los dioses se ha vuelto ininteligible, o bien esos dioses se han callado”. También para el Aguilar narrador, Moctezuma o el Señor de la Gran Voz, había perdido «el dominio sobre las palabras, más que sobre los hombres».
El papel de Cortés, en cambio, se apoya en la comprensión y en la comunicación con los indígenas, y, de esta manera, recolecta información con el objetivo de manipularlos. Si en un principio era Aguilar quien le daba la última versión de los hechos a Cortés, luego es la La Malinche, la que le ha «arrancado la lengua española al sexo de Cortés», la que se lo ha «chupado», «castrado sin que él lo supiera, confundiendo la mutilación con el placer», la que le hace comprender a Aguilar que la lengua, «el sexo verdadero del conquistador», ya no es sólo de él: también es de ella. Una y otra vez el narrador de «Las dos orillas» deja asentada la traición de la «hembra diabólica», subrayando que fue ella quien realmente venció a Moctezuma con dos lenguas.

«Fue ella la que le reveló a Cortés que el imperio azteca estaba dividido, los pueblos sujetos a Moctezuma lo odiaban, pero también se odiaban entre sí y los españoles podían pescar en el río revuelto; fue ella la que entendió el secreto que unía a nuestras dos tierras, el odio fraticida, la división, ya lo dije: dos países, cada uno muriéndose de la otra mitad…». (pp 33)

Si La Malinche «pudo entregarse entera al Nuevo Mundo», el español, al verse derrotado, se le revela su debilidad: el hecho de tener dos patrias. En Aguilar, efectivamente, persiste un problema de identidad que ha aflorado durante el tiempo que permaneció junto a los indios en Yucatán luego de que se estrellara su navío. Él, «tostado por el sol, la melena enredada y la barba cortada por flechas», va a ser encontrado por Cortés. Pero el conquistador va a dudar de la nacionalidad de quien se mostraba con su «sexo añoso e incierto bajo el taparrabos», y que hablaba un español «ruin aunque comprensible». La mejor prueba que tiene es la de comer una naranja. Sin embargo, y luego de volver con Cortés, la pregunta que se hace el narrador es: «¿Me redescubrí a mí mismo al regresar a la compañía y la lengua de los españoles?».
Parece difícil que un soldado de la corona se cuestione de tal modo, pero Jerónimo Aguilar, hay que recordarlo, se encuentra reflexionando desde su tumba, y desde ella es donde también va a perpetrar la contraconquista, es decir, el triunfo del mundo indio sobre el europeo. ¿Cuáles son las razones que impulsan esta empresa? Según Aguilar, devolver a su tierra española «el tiempo, la belleza, el candor y la humanidad» que había encontrado entre los indios. Así, el «descubrimiento» será ahora a la inversa: de España por los indios. La diferencia, empero, es que ella no figurará en la Historia sino en la Literatura, en un manuscrito pergeñado por dos náufragos españoles.

«Yo vi todo esto. La caída de la gran ciudad andaluza, en medio del rumor de atabales, el choque del acero contra el pedernal y el fuego de los lanzallamas mayas. Vi el agua quemada del Guadalquivir y el incendio de la Torre de Oro». (pp 60)

Este planteo, el del revés de la Historia y la circularidad del tiempo», muestra lo que pudo haber sido y no fue en el plano real sino en la narración. El mismo Saramago aseguró que la palabra «está ahí, para ayudar a cambiar». Y si bien más de una vez se recuerda que la lengua española ha «aprendido a hablar en fenicio, griego, latín, árabe y hebrero», que la unidad española se logró por la adopción del castellano como lengua, por Fuentes, a su vez, tenemos la certeza de que «la lengua y las palabras triunfaron en las dos orillas».

12/22/2005

Sobre la comunicación sin palabras, la diversidad de culturas y la identidad



La autora del libro de cuentos Catástrofes Naturales acaba de publicar su primera novela: Flores de un solo día. Nacida en Nueva Orléans, e instalada desde hace casi 10 años en Buenos Aires, señala que el escribir en un idioma distinto al de origen le resulta “más visual y sonoro”, y que “la literatura ayuda a guardar las memorias y los recuerdos”.

“Las palabras parecen muy traicioneras”, señala la escritora de origen norteamericano, Anna Kazumi Stahl. En su primera novela, Flores de un solo día, escrita en castellano y editada por Planeta, hay un personaje, Hanako, a la cual “pocas cosas” le comunicaban algo. “Las palabras no lo hacían, por ejemplo. Eran poco más que sonidos y no portadores de significados, o bien perdían sus significados antes de llegar al oído”. Stahl misma señala que “suena raro que lo diga una persona que se dedica a la escritura”, pero una de las razones está “en escribir en otro idioma. Es como si estuviera pintando. Uno desconoce cuál es el tono, la resonancia, qué asociación haría un hablante nativo con esas palabras. Para mí es parte de la construcción de imágenes o algo más sensual. Escribiendo en otro idioma todo es más visual, más sonoro”.
Es que Stahl, profesora de inglés y traductora, se instaló definitivamente en Buenos Aires en 1995. Ya había estado durante dos meses en el 88 para realizar estudios intensivos de castellano. Volvió en el 91 y permaneció durante dos años para hacer investigaciones para su tésis. En 1997 le publicaron Catástrofes Naturales, su primer y único libro de cuentos, escrito también en castellano.
-Al no tener un dominio de la lengua, ¿no sintió miedo al momento de escribir? -
Quizás si fuera más responsable hubiera sentido miedo, pero realmente me sentí con un permiso a ser lúdica. Cuando escribía en inglés se me contagiaba todo ese mundo académico e intelectual de cuando estudiaba crítica y teoría literaria. Sentía mucho peso en la textura de lo escrito. Con el castellano, como no tenía tantos recursos, sentí como una especie de liberación. Poder manejarme con pocas palabras, con menos sutileza, hizo que pudiera ver todo más sencillamente. Supongo que podría llegar a escribir en inglés, pero no es lo mismo poder escribir en este idioma porque ya lo tengo asociado con una libertad de movimiento, de la imaginación y con una especie de inocencia perdida, como si pudiera volver a tener una primera inocencia. En el inglés siempre puedo predecir el efecto que va a provocar alguna frase o escena. Tengo la sensación de que voy escribiendo y ya sé lo que va a venir.
Stahl confiesa que se crió “en una comunidad japonesa que era muy rara” de Nueva Orléans, donde vivían alrededor de 100 familias. “La mayoría eran nisei (descendientes de primera generación), y también había una minoría de japoneses que habían llegado en los 60 y en los 70 para realizar negocios comerciales”. Otra minoría era la que conformaban las mujeres que se habían instalado en los 50. Estaban casadas con soldados norteamericanos, hombres blancos, y por eso eran miradas de manera extraña dentro de la comunidad”.
Hija de madre japonesa y de padre norteamericano descendiente de alemanes, Stahl se interesó por esas historias, por esas observaciones de la vida diaria, que le sirvieron para escribir Flores de un solo día y los cuentos de Catástrofes Naturales. “Eran relatos de la guerra, del colapso, de la pérdida cultural”, explica. “Me parecían muy interesantes. Recuerdo haber escuchado conversaciones acerca de las novias de guerra. Habían tenido una vida muy dura. Muchas veces sus esposos no eran como mi padre, quien se interesaba por la cultura japonesa. Esas mujeres estaban casadas con soldados. Me resultaba interesante la problemática de la identidad de ellas”.
-El tema de la inmigración, de la identidad, está muy presente en la literatura argentina actual. Recientemente, un joven autor, Maximiliano Matayoshi, resultó premiado en México por su primera novela, Gaijin; el último premio Clarín a la novela, Las ingratas, de María Guadalupe Henestrosa, y Mamá, del periodista Jorge Fernández Díaz, abordan estos temas, al igual que Flores de un solo día también.
-Estamos viviendo cada vez más una cotidianeidad de mezclas de culturas. La literatura ayuda, por un lado, a clarificar las identidades que se van fusionando, y por otro, a guardar las memorias, los recuerdos, y a elaborar lo nuevo, que es cómo se mezclan. Para mí fue importante escribir sobre eso pero quitándole exotismo. Quería que Aimée (el personaje central) fuese una persona normal y a su vez poder delinear su origen japonés. Es muy importante poder hacerlo sin miedo a pérdida. Gran parte de la función de la literatura es guardar la memoria.
-Usted estuvo estudiando acerca de la relación entre la inmigración y la ficción. ¿A qué conclusión llegó?
-Cada capítulo de mi tésis trataba sobre un país que hubiese vivido una fuerte ola inmigratoria, y que luego produjo una literatura en una segunda generación, como si fuese la literatura de una minoría. La inmigración forma una minoría dentro del país y es suficientemente grande y autoidentificada, autoconsciente con tal de producir una literatura propia que se distingue de la nacional. Hay escritores japoneses que escriben de esta fusión particular que sería el ser norteamericano y japonés a la misma vez.
-Además la identidad es muy importante para una colectividad.
-Creo que sí. Yo elegí a la segunda generación porque es la visagra. Están ahí para rendir homenaje a los que originalmente vinieron de la cultura madre y, por otro lado, para hacer de puente a lo que es la cultura huésped. Uno tiene una doble identificación, que no es puntualmente excluyente. Siempre lo hablo con mis hermanos porque la gente a menudo nos pregunta si no estamos confundidos, si no nos sentíamos divididos. Pero es una duplificación, no es la mitad de cada uno, sino el doble.
-En su caso, ¿sería una triple identidad?
-No me siento argentina todavía. Entiendo que los argentinos aceptan muy bien a la persona “diferente”, comparado al estadounidense. De hecho, dicen: “Ah, que diferente tenés… así, asa; tenés tal detalle, ¿de dónde sos?; ¿cuál es tu religión?”. Preguntan un montón de cosas, por lo que entiendo que hay una relación más sana con “la diferencia”. En los Estados Unidos directamente no preguntan, como si tuvieran miedo de tocar el tema.
-¿Qué es lo que le atrajo de la Argentina?
-El modo de ser de los porteños. Las culturas que influenciaron mi crianza son bastante estructuradas que tienen como un preconcepto de que se puede calcular las cosas; que se debe poder vivir según códigos que se imponen a la vida. Acá me di cuenta de que hay una manera de vivir que responde a lo que se le presenta a uno, más dialogable, como si fuera en parte a una respuesta, a lo que la vida te da, en vez de salir al mundo y decir: “Hoy hago esto”. No tan estructurada. Ahora vuelvo a los Estados Unidos y me parece muy sofocante. Me acuerdo cuando comencé a vivir aquí. Pensé: “!Qué abrumador!”. Pero ahora me parece muy vital.
-¿Con la situación actual no se arrepiente?
-No, porque en definitiva no vine por una cuestión económica, sino por la calidad humana. Por más que haya una sensación de conflicto social o problemas graves, la calidad humana es incomparable. Estoy lejos de sentirme decepcionada.
El argumento de Flores de un solo día se centra en Aimée, que es, al igual que Stahl, de Nueva Orléans, y de madre japonesa y de padre occidental. Con ocho años, Aimée es enviada a Buenos Aires por un abuelo postizo. Junto a ella viaja su madre Hanako. La idea es que vivan temporariamente en esta ciudad. Pero el tiempo pasa, Aimée crece, se casa y olvida su pasado. Pero recibe una carta de Nueva Orléans en donde se la vincula como heredera de una fortuna. A partir de allí aparecen los recuerdos, difusos, de su niñez.
Hanako, la madre, tiene “atrofiada y por lo tanto anulada la capacidad de la comunicación por medio de signos, señas o palabras”. Aunque posee una “manera tan propia de tocar las cosas, como si dialogara a través de las manos”. Con Aimée tiene un gesto característico. Con ambas manos acaricia la cara de su hija que –se explica en la novela- “es el vocablo más elemental para comunicar la contención, la promesa incumplida que en palabras es te cuido, te protejo, te beso…”.
-Hanako es un personaje muy especial.
Estaba muy interesada en Hanako. Desde mi libro de cuentos que estaba buscando ver el choque de las culturas, el de la occidental en alguna versión y la japonesa. Buscaba explorar modos de encuentro y desencuentros que pudiera armarse una japonesa frente al mundo extranjero, y muchas veces frente al mundo masculino, porque entra en relaciones con un hombre de otro mundo. Esa relación permite armar un vocabulario de diferencias. Cómo esa persona lidiaría con esas diferencias. Me quedé con mucha curiosidad sobre esa sensibilidad. Una vez moldeado el personaje, con sus problemas fisiológicos, empecé a imaginar cómo sería tener una comunicación mucho más pura, más directa.
Hanako se comunica y se expresa a través de los arreglos florales que realiza, a través del Ikebana. Para Hanako “sólo existen las flores que se usan en el día. La flor que no se mira, se huele y se disfruta ese mismo día, después no está más. No hay flores de un segundo día porque hay otras flores, nuevas, frescas, las hay y las va a haber siempre, y entonces no se guarda ninguna porque no va a hacer falta”.

12/21/2005

El matadero: carnaval dentro del carnaval

La risa es un fenómeno universal y social; es la liberación de una timidez y, como afirmara Aristóteles, el hombre es el único animal que ríe, es decir que posee un privilegio que sólo le ha sido otorgado a él. Ya en unos libros de medicina de la antigüedad, Hipócrates se explayaba sobre cuán importante era la alegría entre el médico y sus pacientes para el tratamiento. Además de divertir, de curar, sin embargo, la risa fue un elemento importante durante la Edad Media y el Renacimiento, según Mijail Bajtin, lingüista, crítico y profesor ruso (1895-1975). En su libro La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: el contexto de Francois Rabelais, afirma que «el mundo infinito de las formas y manifestaciones de la risa se oponía a la cultura oficial, al tono serio, religioso y feudal de la época». El autor señala también al banquete y la desacralización del cuerpo humano (chistes, alusiones groseras) y, con tales elementos, revela cómo en gran parte de Europa, más aún en Francia, se ridiculizaban la fe y las costumbres, y se diferenciaban de las ceremonias oficiales serias de la Iglesia o del Estado Feudal. El lugar era la plaza pública; allí, la fiesta popular, el carnaval, llegaba a ser «la segunda vida del pueblo basada en el principio de la risa» (El carnaval, explica Bajtin, tiene una acepción muy amplia, ya que como adjetivo, es decir bajo el significado de carnavalesco, se incluyen los ricos y variados momentos de la fiesta popular. Formas de regocijo de diversos orígenes y épocas quedaron unificadas bajo este concepto. Tuvo se primera manifestación en Italia, sobre todo en Roma, y luego en París).
Las manifestaciones populares a las que se refiere Bajtin, al analizar la obra del escritor francés -la cual le permite «penetrar en los espléndidos santuarios de la obra cómica popular que han permanecido incomprendidos e inexplorados»-, las subdivide en tres categorías: 1) formas y rituales del espectáculo (festejos carnavalescos, obras cómicas representadas en la plaza pública, entre otros); 2) obras cómicas verbales (sean orales o escritas, en latín o en lengua vulgar), y 3) diferentes formas y géneros del vocabulario familiar y grosero (insultos, juramentos, lemas populares). A través de estos ritos, dice, se ofrecía «una visión del mundo, del hombre y de las relaciones humanas totalmente diferente, deliberadamente no oficial, un segundo mundo y una segunda vida» (…); «una dualidad del mundo» (Bajtin señala que si bien la dualidad en la percepción del mundo y la vida humana ya existían en el estadio anterior de la civilización primitiva, el régimen social no conocía todavía ni las clases ni el Estado, por lo que los aspectos serios y cómicos de la divinidad, del mundo, del hombre, eran «oficiales»).
En la novela Los cautivos: el exilio de Esteban Echeverría, de Martín Kohan, escritor y profesor de Teoría Literaria de la Universidad de Buenos Aires, se cuenta la ficción del romántico de las letras argentinas en una etapa cercana a 1840, con su retiro en la estancia Los Talas, la persecución de Juan Manuel de Rosas, y su posterior fuga a Colonia y expatriación en Montevideo. En ese contexto, se encuentra la «peonada», seres «rústicos», «brutos», junto a las «paisanas», mujeres a las cuales, por carecer de apellido, se les antepone el artículo La al nombre propio. En su conjunto, como los perros y los caballos son parte de la llanura de la pampa, acompañan con eructos, ronquidos y flatulencias, el croar de las ranas, el vuelo de las moscas, el canto del gallo, los grillos y las chicharras. Cierta noche calurosa, asan y comen un perro; beben agua ardiente, gritan y ríen, y vomitan y duermen. Uno de los gauchos piensa en una yegua y se siente un caballo. Busca a quien suele decirle «venga m´ hijita, venga para acá, siéntese acá»; la encuentra, le levanta la pollera y le introduce su miembro.
La escena es la síntesis de lo postulado por Bajtin y su teoría conocida como la del carnaval, fiesta que, dice el teórico, no pertenece al dominio del arte», sino que se ubica en las fronteras entre el arte y la vida; es la vida misma presentada con los elementos característicos del juego». La risa, el banquete, el lenguaje vulgar, y el acto sexual, entre otros, y como se ha dicho, bien pueden ser aplicados, en parte, a los tiempos en los que en la Argentina se aclamaba «¡Viva la Federación!», cuando se gritaba «¡mueran los asquerosos, impíos, salvajes unitarios!»; pero más concretamente, al cuadro de la época testimoniado por Esteban Echeverría en El matadero. Allí, dentro de la denuncia política y social de los años 38 y 40, la tiranía de Juan Manuel de Rosas y la degradación del pueblo, ocurre la liberación, al menos por un momento, de negros, mulatos, gringos y hasta funcionarios. Se produce la «fiesta», el carnaval en un período de crisis y enfrentamientos ideológicos.

La fiesta en los corrrales del Alto
Es cuaresma, nos dice el narrador, y, con ironía como recurso retórico, agrega que es una «época en que escasea la carne en Buenos Aires » por orden de la Iglesia, ya que ella es pecaminosa, y los abastecedores «sólo traen al matadero los novillos necesarios para el sustento de niños y enfermos ». Lo peor, sin embargo, fue que una lluvia «muy copiosa» hizo crecer el río de la Plata, dejando a la ciudad «circunvalada del norte al oeste por una cintura de agua y barro». El matadero estuvo por quince días «sin ver una sola cabeza vacuna». Aumentaron las gallinas, los huevos, el pescado y las «ánimas» que se fueron derecho al cielo. Desde la perspectiva del narrador, «lo más notable» fue la muerte de «unos cuantos gringos herejes» que se hartaron de «chorizos de Extremadura, jamón y bacalao». La falta del principal alimento derivado de la economía ganadera del país llevó a un «estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos».
Bajo este panorama, en El matadero ya se ha iniciado el carnaval, y los personajes, sus actores y espectadores, deben vivirlo, ya que resulta imposible escapar. El lugar elegido por Echeverría simboliza la plaza pública, y allí mueren los gringos luego de darse un banquete de carne, y más tarde ingresarán los «cincuenta novillos gordos» por los que acuden carniceros, achuradores y curiosos, y ocurre el espectáculo grotesco: reses tendidas sobre sus cueros, barro regadocarnicero, «cuchillo en mano, brazo y pecho desnudo, cabello largo y revuelto» y «rostro embadurnado con sangre», descuartiza, cuelga, despelleja, y saca el sebo de los animales. También «dos africanas» arrastran las entrañas de un animal; «una mulata», al resbalarse, protege del charco de sangre un ovillo de tripas, y «400 negras» destejen sobre sus faldas del ovillo y «arrancan, uno a uno, los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban las panzas y vejigas y las henchían de aire sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura ».
Se observa aquí una mezcla de cuerpos grotescos: hay cuerpos que comen y cuerpos comidos. Hay una asociación entre muerte y nacimiento, ya que, como explica Bajtin, «la muerte, el cadáver, la sangre, el grano enterrado en el suelo, hacen nacer la vida nuevamente (…) ». El crítico, al hablar sobre el «realismo grotesco», cuya principal característica es la degradación, justifica la importancia de las tripas y los intestinos, debido a que ellas «representan el vientre, las entrañas, el seno materno y la vida. Son simultáneamente las entrañas que engullen y devoran ». Queda claro que para Bajtin, las tripas en el grotesco unen, «indisolublemente», la vida, la muerte, el nacimiento, las necesidades naturales y el alimento. En lo corporal, lo alto es representado por la cabeza, y lo bajo por los órganos genitales, el vientre y la cola. Topográficamente, lo alto es el cielo; lo bajo, la tierra, y rebajarse es entrar en comunión con ella desde el momento en que es considerada como principio de absorción y, al mismo tiempo, de nacimiento. O sea que, al degradar, se amortaja y se siembra, y se mata y se da vida a algo superior. Visualmente, sería como observar una hamaca en movimiento, que unifica a ambos elementos, «fundiendo la tierra con el cielo».

Lo extraoficial del lenguaje
En El matadero, «una mugrienta mano» se le atreve al sebo o a los cuartos de res, y se escuchan gritos como «ahí se mete el sebo en las tetas, la tipa », o «che, negra bruja, salí de aquí antes de que te pegue un tajo ». Otra, «bruja de m…», insiste, y «los muchachos» le tiran cuajos de sangre y «tremendas pelotas de barro ». A pesar del veto del restaurador y del Día Santo, hay «palabras inmundas y obscenas» y lluvia de «zoquetes de carne, bolas de estiércol ». A estas groserías, Bajtin las denomina «elementos extraoficiales del lenguaje», y pintan el ambiente, la vida del matadero. Desde la perspectiva del teórico ruso, esto constituye un «rechazo deliberado a adaptarse a las convenciones verbales: etiqueta, cortesía, respeto del rango. «Como consecuencia -dice Bajtin-, la misma lengua, a su vez, conduce a la formación de con sangre, todo a los ojos de negras y mulatas achuradoras, quienes ven cómo el un grupo social especial de personas iniciadas en ese trato familiar, un grupo franco y libre en su modo de hablar. Se trata en realidad de la muchedumbre de la plaza pública, en especial de días de fiesta, feria y carnaval». Justamente el lenguaje es lo que nos indica en El matadero, la diferencia social y cultural entre la clase popular -utilizando una terminología actual- y el unitario.
Por otro lado, la escena en la cual se arroja el estiércol, también se asocia con la «degradación literal», con el acercamiento a lo inferior del cuerpo, más precisamente a la zona genital. Esta degradación es vista por el crítico como «sinónimo de destrucción y sepultura para el que recibe el insulto», pero a la vez, estas actitudes son ambivalentes, ya que lo inferior corporal, la zona de los genitales, es lo «inferior que fecunda y da a luz», y allí su vínculo con «el nacimiento, la fecundidad, la revocación y el bienestar». Salpicar de barro, acción muy presente en El matadero y «metáfora del excremento» en la obra de Rabelais -dice Bajtin-, es otro acto que significa rebajar. Alcanza con recordar al inglés que se hunde «en el fango », lo cual despierta las sarcásticas carcajadas. El gringo, nos cuenta el narrador, salió «más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que un blanco pelirrubio».
En las figuras escatológicas más antiguas, los excrementos están asociados a la virilidad y a la fecundidad. Además, los excrementos tienen el valor de algo intermedio entre la tierra y el cuerpo, algo que vincula a ambos elementos; lo intermedio entre el cuerpo vivo y el cadáver descompuesto que se transforma en tierra fértil, en abono: durante la vida, el cuerpo devuelve a la tierra los excrementos, y éstos fecundan la tierra, como los cadáveres (la proyección de excrementos, la rociadura de orina, la lluvia de insultos escatológicos lanzados contra el viejo mundo agonizante -y al mismo tiempo naciente- se vuelven sus funerales alegres, absolutamente idénticos (en el plano de la risa) al arrojar trozos de tierra en la tumba en testimonio de cariño o al arrojar semillas en el surco -en el seno de la tierra-.

«El buey violado» y su carácter festivo
Bajtin recuerda una costumbre de ciertas ciudades de Francia que se mantuvo hasta la época moderna, en la cual, durante el carnaval, tiempo en el que se autorizaba la matanza de reses y el consumo de carne, se paseaba un buey gordo por las calles al son de la viola, de donde proviene el nombre de «buey violado», víctima del carnaval (Bajtin dice que en esta celebración, el buey simbolizaba al rey, al reproductor y, al mismo tiempo, la carne sacrificada que iba a ser picada y trinchada para fabricar salchichas y patés). Esta acción, de carácter festivo, persigue la ridiculización de la víctima golpeada, una nueva fase -según Bajtin- de la acción cómica.
En la obra de Echeverría, son dos los bueyes violados: primero el toro y luego el unitario. El animal «de mirar fiero», visto en este análisis como una puesta en abismo, es blanco de «los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas »: «hi de p... en el toro», «al diablo los torunos del Azul», «¡Muéstreme los c... si le parece, c...o!». El toro, furioso, «acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola», y luego de haber escapado y recorrido 20 metros, recibe la daga de Matasiete en la garganta. Si antes dudaban de su dignidad de toro, ya muerto los espectadores le ven sus dos enormes testículos y ríen, ya que un toro en el matadero era «cosa muy rara y vedada».
Al rato, cuando Matasiete ya ha colocado «el matambre bajo el pellón de su recado» y se prepara para partir, un «perro unitario» -según la voz ronca de un carnicero-, un joven gallardo y apuesto -según el narrador-, está trotando hacia Barracas, por lo que el federal, «hombre de pocas palabras y mucha acción», se prende la espuela a su caballo, se lanza «a brisa suelta» hacia el del «cajetilla», lo alcanza, y le da una pechada. El jinete con patilla «en forma de U» cae tendido boca arriba, y si bien intenta levantarse para el desagravio, Matasiete, violento, ágil, y diestro con el hacha, el cuchillo o el caballo, lo tiende nuevamente en el suelo. El vitoreo y la risa de la chusma ya es general. Para él se pide la mazorca, «la resbalosa», «verga y tijera». «¡Insolente!», le dice el Juez, y enseguida ordena: «Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga, bien atado sobre la mesa ». Fuera de sí, el joven grita ¡infames sayones!, y luego afirma que prefiere ser despedazado por el Restaurador, a que le arranquen maniatado «una a una las entrañas». Igualmente, el «pobre diablo», con quien los federales «únicamente» querían divertirse, muere atado en cruz, luego de que «un torrente de sangre» brotara de su boca y de la nariz.
Tanto en la escena del toro como en la del unitario, se alude al acto sexual, y son explícitos los golpes. Ambos, simbólicamente, son ambivalentes: «Matan (en un extremo) y dan una nueva vida, terminan con lo antiguo y comienzan con lo nuevo ». Justamente es allí en donde radica su carácter carnavalesco. Esta imagen, la muerte y la nueva vida, es típica del carnaval, como ya se ha explicado. Más aún, remarca el autor, «la sangre se transforma en vino, la batalla cruel y la muerte atroz en alegre festín, y la hoguera del sacrificio en hogar de cocina».

Síntesis de la situación de la Argentina
En su libro Estética de la creación verbal, Bajtin, al hablar de la «novela de educación» (justamente es en esa categoría en la que ha colocado las novelas de Rabelais, Pantagruel y Gargantúa), sostiene que «el hombre se transforma junto con el mundo, refleja en sí el desarrollo histórico del mundo. El hombre no se ubica dentro de una época, sino sobre el límite entre dos épocas, en el punto de transición entre ambas». Y eso es justo lo que ocurre en El matadero, playa rectangular en donde se gritaban palabras inmundas y obscenas; «simulacro en pequeño» del «modo bárbaro» -dice el narrador- con que se ventilaban las cuestiones sociales, es decir, una síntesis de la situación del país por aquellos años.
El relato se ubica en un tiempo histórico concreto, y junto al lugar, que sirve tanto para sacrificar reses como así también enemigos políticos, conforman lo que Bajtin ha denominado «cronotopo», concepto definido como la correlación que se da entre las relaciones espaciales y temporales en una obra literaria. Sin embargo, El matadero, versión parcial de la realidad, se propone satirizar -entendida ésta como materia extratextual, según el concepto de Lynda Hutcheon-, persuadir, convencer, desde el momento en el que, a través del narrador, el autor introduce parte de su pensamiento, de su ideología.
Otro tema a tener en cuenta son los diálogos, los cuales definen a los personajes, sus posiciones e ideales, aunque el texto se ve sobrecargado por la ironía del narrador -mecanismo retórico-, presente en su discurso. Un claro ejemplo es el final, en donde se denuncia abiertamente a «la federación rosina», cuyo foco -se dice- «estaba en el matadero».
Como se ha visto, el pueblo tuvo su carnaval, pero por obra y gracia de Rosas, quien, vale recordar, es el que «creyendo aquellos tumultos de origen revolucionario», tranquilizó a la población al ordenar que se lleve ganado a los corrales . Es al Restaurador a quien se le ofrenda el primer novillo que se mata, ya que «no había fiesta sin Restaurador». Y si el carnaval celebra la destrucción del viejo mundo y el nacimiento de uno nuevo, en el matadero es el tirano el que triunfa, el que impone el orden; es a él a quien avivan, a quien vociferan, y a quien tributan en la fiesta general.

12/20/2005

El descubrimiento que el yo hace del otro



En un artículo publicado en agosto del 2004 en el Suplemento de Cultura del diario LA NACION, el germanista Claudio Magris reflexionaba acerca de “aquellas miradas que crean al hombre”. El autor aseguraba que en todas las épocas se ha negado la “dignidad humana”, ya sea a una clase social “distinta”, o a una raza, a discapacitados y a los individuos que se encontraban en los primeros años de vida o a aquellos que rondaban por la vejez “decrépita”.
Como ejemplo, Magris cita un artículo publicado en Il Piccolo de Trieste (29 de diciembre de 1881), en el que se informaba, de manera “exultante” -precisa-, que había pasado un “día fausto”, porque en la ciudad no se había registrado ninguna muerte, aunque dos líneas más abajo se agregaba que había fallecido un niño.
Magris también se valió de una cita del ensayista y filósofo búlgaro, Tzvetan Todorov, para explicar que, al momento de su nacimiento, “el infante no se distingue de los animales superiores; busca ser confortado, calentado, nutrido, pero lo mismo hacen los neonatos de los monos”. Pero entre la séptima y la octava semana de vida, según Todorov, el lactante “hace un gesto que no tiene igual en el mundo animal”, porque ya no se contenta -como antes y como los cachorros de otras especies- con mirar a la madre, sino que trata de capturar su mirada, para ser mirado; “quiere contemplar la mirada que lo contempla: éste es el acontecimiento gracias al cual el niño entra en un mundo inequívocamente humano”. O sea que “la existencia específicamente humana -interpreta Magris- comienza con el reconocimiento de nosotros mismos por parte de otro ser humano”.
Justamente, el intelectual búlgaro desarrolla en su libro La conquista de América: el problema del otro, el descubrimiento que el “yo”, valga la redundancia, hace “del otro”. Es que Todorov, que estudió filosofía del lenguaje con Roland Barthes, dice que uno puede descubrir a los otros en uno mismo, al tiempo que “yo es otro”, y “los otros también son yos”, es decir, sujetos como yo, que sólo mi punto de vista “separa y distingue verdaderamente de mí”.
“Puedo concebir a esos otros como una abstracción, como una instancia de la configuración psíquica de todo individuo, como el Otro, el otro y otro en relación con el yo; o bien como un grupo social concreto al que nosotros no pertenecemos. Ese grupo puede, a su vez, estar en el interior de la sociedad: las mujeres para los hombres, los ricos para los pobres, los locos para los ´normales´; o puede ser exterior a ella, es decir, otra sociedad, que será, según los casos, cercana o lejana: seres que todo acerca a nosotros en el plano cultural, moral, histórico; o bien desconocidos, extranjeros cuya lengua y costumbres no entiendo”.

Todorov explica que escribió el libro para responder a la pregunta acerca “de cómo comportarse frente al otro”, y seguidamente dice que no ha encontrado otra manera más que contar una “historia ejemplar: la del descubrimiento y conquista de América”, porque, asegura que es, hasta el momento, “el encuentro más asombroso” debido a que se ha perpetrado “el mayor genocidio de la historia humana”, y, además, porque “funda nuestra identidad presente”.
Es así como enmarca la historia en el tiempo: el siglo XVI, en el espacio: la zona del Caribe y México, y en el tema a desarrollar: la percepción que los conquistadores españoles tienen de los nativos americanos. El libro se divide en cuatro capítulos, y cada uno lleva un verbo como título: Descubrir, Conquistar, Amar, Conocer. También contiene un epílogo, “Las profecías de Las Casas”.
En Descubrir, la primera parte, el autor utiliza como personaje a Cristóbal Colón, basándose, sobre todo, en el diario personal del navegante, en cartas y comentarios de sus contemporáneos. Específicamente se refiere a su labor hermenéutica, la cual, señala Todorov, es “finalista”, ya que elabora un estereotipo de aquellos a quienes descubre sin llegar a conocerlos, y agrega que su actitud frente a esta otra cultura es, “en el mejor de los casos”, la de un “coleccionista de curiosidades”, y que carece de un intento de comprensión.
La actitud de Colón respecto de los indios descansa en la manera que tiene de percibirlos. Se podrían distinguir en ella dos componentes, que se vuelven a encontrar en el siglo siguiente y, prácticamente, hasta nuestros días en la relación de todo colonizador con el colonizado […]. O bien piensa en los indios (aunque no utilice estos términos) como seres humanos completos, que tienen los mismos derechos que él, pero entonces no sólo los ve iguales, sino también idénticos, y esta conducta desemboca en el asimilacionismo, en la proyección de los propios valores en los demás. O bien parte de la diferencia, pero ésta se traduce inmediatamente en términos de superioridad e inferioridad (en su caso, evidentemente, los inferiores son los indios): se niega la existencia de una sustancia humana realmente otra, que pueda no ser un simple estado imperfecto de uno mismo. Estas dos figuras elementales de la experiencia de la alteridad descansan ambas en el egocentrismo, en la identificación de los propios valores con los valores en general, del propio yo con el universo; en la convicción de que el mundo es uno”.
En el segundo capítulo, Conquistar, aborda, precisamente, la conquista de México, para cuyo relato surgen las figuras de Hernán Cortés y Moctezuma. Algo que se propone explicar el autor es el resultado del combate en favor de los conquistadores, cuando era notable la superioridad numérica de los habitantes de América. La respuesta podría sintetizarse en la actitud vacilante de Moctezuma, que casi no le opone resistencia a Cortés; la organización jerárquica de los aztecas, en la que un individuo no puede ser igual a otro, y la superioridad armamentista de los conquistadores, todas explicaciones que Todorov ha tomado de las crónicas españolas. Pero también ha consultado las indígenas, cuya justificación es la siguiente: “Todo ocurrió porque los mayas y los aztecas perdieron el dominio de la comunicación. La palabra de los dioses se ha vuelto ininteligible, o bien esos dioses se han callado”. Hace falta saber, además que toda la historia de los aztecas está llena de profecías cumplidas, como si el hecho no pudiese suceder si no ha sido anunciado previamente. Además, los hombres, dice Todorov, hacen cuanto pueden para que así sea.
En esta manera de comunicación, concluye Todorov, recae la manera de ver a los españoles como dioses, y esto, a su vez, explica la incapacidad de parte de los indios de “percibir la identidad humana de los otros”, de “reconocerlos a su vez como iguales y como diferentes”. Y si bien el autor resalta que entre los aztecas las prácticas verbales “eran altamente estimadas”, que “aprendían a bien hablar y a bien gobernar”, y que la relación del poder con el dominio del lenguaje está claramente marcada, en estos pueblos se privilegiaba, para materializar la memoria social, la “palabra ritual”, la palabra memorizada y, por lo tanto, “siempre citada”, y todo por la ausencia de la escritura:
“La falta de escritura es un elemento importante de la situación, quizás el más importante. Los dibujos estilizados, los pictogramas que usaban los aztecas no son un grado inferior de la escritura: son una notación de la experiencia, no del lenguaje”.
Al analizar el papel de Cortés, el autor nos hace ver que el conquistador se ha esforzado en comprender y en comunicarse con los indígenas; en recolectar información, con el objetivo de manipularlos. En este punto es central la figura de La Malinche, “símbolo del mestizaje”, y a quien Cortés no somete, sino, más bien, la utiliza para entender al otro. Doña Mariana, tal como la bautizó Cortés, es descripta por Octavio Paz como “símbolo de la entrega”, y quien se abre al exterior; ella es, en definitiva, “la chingada”**, figura que representa “a todas las indígenas que fueron fascinadas, violadas o seducidas”.
En Amar, el tercer capítulo, Todorov explica la siguiente ecuación: “el comprender lleva a tomar y tomar a destruir”. Lo paradójico, hace notar el autor, es que los españoles, en ciertos aspectos, se muestran admirados por los aztecas. En primer lugar, señala que los indios no han llegado a ser sujetos comparables “con el yo que los concibe”, son sujetos, en un sentido, que han sido “reducidos al papel de productores de objetos, de artesanos o de juglares, cuyas hazañas se admiran”, pero esta capacidad, en vez de borrar distancias, diferencias, más bien “la marca”.
“Si el comprender no va acompañado de un reconocimiento pleno del otro como sujeto,
entonces esa comprensión corre el riesgo de ser utilizada con fines de explotación, de ´tomar´”.
Siguiendo con el resto de la ecuación, Todorov no descuida el deseo de los españoles de hacerse ricos rápida y fácilmente, aunque esta causa no le satisface para explicar la matanza. Ya anteriormente recordaba que la primera reacción, espontánea, frente al extranjero “es imaginarlo inferior”, y sólo por el hecho de ser diferente a nosotros. “Ni siquiera es un hombre o, si lo es, es un bárbaro inferior; si no habla nuestra lengua, es que no habla ninguna…”, sostiene. Para los conquistadores, los indios están “a la mitad del camino entre los hombres y los animales”, y así, los conquistadores explotan y luego los destruyen.
En el cuarto capítulo, Conocer, se habla de las relaciones entre españoles e indios a través de las actitudes de distintos personajes. El padre Las Casas, en cuanto a lo religioso, por ejemplo, llega a una comprensión del indígena al sostener que cada uno tiene sus propios valores. Es decir que se ubica en una posición neutral al sostener que los indios mismos son los que deben decidir su culto. Otro caso, que Todorov llama “identificación completa”, es el de Gonzalo Guerrero, quien en 1511 naufragó frente a las costas de México. Guerrero llegó a vivir entre los indios (se casó y tuvo dos hijos), adoptando costumbres, lengua y religión, e incluso, a luchar contra los españoles.
Ya en el epílogo, Todorov recuerda el maleficio que pronosticó Las Casas a los españoles por haber cometido excesos en América: “Dios volcará sobre España su furor y su ira”. Por ello, dice, hay que recordar qué es lo que podría pasar “si no se logra descubrir al otro”. El mismo Magris, en su artículo, destaca a Todorov como un filósofo que siente “la fascinación del pluralismo y la diversidad”, pero entendidas como “formas solidarias de la condición humana”, rechazando el modelo de “una única civilización que impone sus valores”. Todorov, por su parte, prefiere una cita de Hugo de San Víctor:
“´El hombre que encuentra que su patria es dulce no es más que un tierno principiante; aquel para quien cada suelo es como el suyo propio ya es fuerte, pero sólo es perfecto aquel para quien el mundo entero es como un país extranjero´ (yo, que soy búlgaro que vive en Francia, tomo esta cita de Édouard Saïd, palestino que vive en los Estados Unidos, el cual a su vez la había encontrado en Erich Auerbach, alemán exiliado en Turquía)”.

Equivalencias entre lo vertical y lo horizontal

Invitado por la Japan Foundation, el doctor en Filosofía y Letras, Norio Shimizu, repasó, en su reciente visita a la Argentina, las similitudes y diferencias entre el waka, el haiku y la lírica española, con el fin de concluir que, a pesar de la aparente diferencia entre el mundo Hispánico y el Japón, debemos buscar la universalidad.

“Modesto estudioso de la literatura y filología hispánica”. Así se presenta Norio Shimizu, Licenciado por el Departamento de Estudios Hispánicos de la Universidad de Sofía (Tokio) y doctorado en Filosofía y Letras por la Universidad Complutense de Madrid, cuya tesis fue dirigida por el prestigioso Rafael Lapesa. Más aún, además de sus actividades docentes en las universidades de Sofía y Tokio, Shimizu, de 57 años, cuenta con más de 10 publicaciones dedicadas a Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, y el Siglo de Oro Español, entre otros. También ha traducido al japonés al poeta mexicano Octavio Paz y a Jorge Luis Borges (La moneda de hierro, 1989), de quien ofició como intérprete en conferencias. En 1985, además, fue elegido miembro de la Real Academia Española e integra, en España, la Asociación de Historia de la Lengua Española, la Asociación de Hispanismo Filosófico, y la Asociación para la Enseñanza del Español como Lengua Extranjera. Tal es el principio del curriculum de este “modesto estudioso”.
Con el acento y los giros lingüísticos característicos de los españoles, Shimizu -que visitó la Argentina invitado por la Japan Foundation- disertó el pasado 1º de marzo en la Universidad Católica Argentina (UCA) sobre el mundo poético japonés, género que consideró “arriesgado” debido al problema de la traducción. “Se ha discutido mucho acerca de la imposibilidad de traducir obras literarias, en particular la poesía -señaló-. Se dice que un poema, por ejemplo, es una obra perfectamente acabada y que no se puede repetir el mismo contenido acudiendo a otras formas, y menos utilizando una lengua ajena a la original. Es decir, es imposible dar una nueva forma estética a lo que ya la tiene”.
Aunque reconoce la “pedante” afirmación de que lo ideal sería leer en el original, planteó si, en ese caso, no se está traduciendo, de alguna manera, a nuestro lenguaje materno, y reconoció, casi a manera de conclusión, que “si no hubiese habido traducciones poéticas, buenas o malas, cuán pobre hubiera sido el mundo literario de cada país”.
En el caso del castellano y del japonés, el doctor Shimizu sostiene que traducir no significa ordenar lo horizontal en renglones verticales. “La tarea, metafórica, consiste, más bien, en buscar lo equivalente o correspondiente en el eje o en la dimensión vertical lo expresado a nivel horizontal”.
A partir de estas aclaraciones, el hispanista analizó la poesía waka (traducido literalmente, Canción Japonesa, que consta de 31 sílabas, 5-7-5-7-7), el haiku (de 17 sílabas, 5-7-5), y algunas diferencias y similitudes con la lírica española. Partiendo del primer corpus de lírica japonesa, el Manyoshu (“el título puede significar colección de 10.000 poemas -explicó Shimizu-. La verdad es que esta obra no contiene 10.000 poemas sino unos 4.500”), antología reunidos alrededor del 770 d. C., escritos por emperadores, emperatrices, altos funcionarios, soldados, monjes y damas de la corte.
“Como en el mundo Occidental -ejemplificó-, en el Japón también se ha dado una especie de amor cortés (tópico utilizado en las novelas de caballería, como en el Amadis de Gaula, y que refiere a la cortesía, a los buenos modales) y se intercambiaban formas amorosas”. Algunos de los ejemplos del disertante, poemas compuestos por mujeres, fueron:

La chicharra canta sola en su estación. Yo por ti lloro de lo que te añoro sin intromisión.
Rocío de montaña quisiera ser. Ese rocío en que antes te empapaste esperándome a mí.


En el Manyoshu, tal como dijo Shimizu, “hay muchísimos poemas dedicados al paisaje, de manera particular al Monte Fuji”. Y valiéndose de la cita de poetas, repasó algunas de las ideas recurrentes de estas canciones. “La canción japonesa, sirviéndose del corazón humano como semilla, se irá convirtiendo en miles y millones de hojas de la lengua”; “¿Qué es el corazón? El viento a través de los pinos dibujados a través de una acuarela”; “Si pregunta qué es el corazón japonés: flores de cerezo en la montaña, que dan su fragancia a la luz de la mañana”.

Waka y Romance
“¿No podríamos acaso comparar el waka con el romance?”, planteó el estudioso. Es que entre la composición surgida en la Edad Media (a partir del siglo XIV, compuesta por un número indefinido de versos octosílabos, con rima asonante en los versos pares y libre en los impares) posee caracteres que lo acercan y lo alejan del waka. “Si pensamos en el waka con las características del romance hay una diferencia notable y, al mismo tiempo, un parentesco: mientras que el waka tuvo su origen en la nobleza o en la gente educada, aunque después se propagó a la gente de la calle, el romance, desde el primer momento, tuvo carácter popular, aunque después empezaron a cultivarlo la nobleza y los escritores propiamente dichos”.
Otro detalle subrayado es que un romance original pudo haber sido modificado “por múltiples accionares dependiendo del gusto”, y que da lugar a otras variantes, con lo que se da -según expresó Shimizu- “el fenómeno de la participación de la colectividad” en la obra individual. “Rehaciéndola y retocándola, no sólo el autor se identifica con su público, y muchas veces se pierde en el anónimo entre la multitud, sino también los lectores se entremeten en la obra del autor”. En el caso del waka, el procedimiento es el siguiente: “Un poeta pide intencionalmente prestadas unas palabras de un waka original, y con esos elementos compone o desarrolla un nuevo waka. Esto se practicaba con bastante frecuencia, a veces como un mero juego, y otras con seriedad profesional”.
Shimizu enseñó otro rasgo compartido. “Muchos romances empiezan describiendo la situación en la que se encuentra el protagonista y termina de repente, en el momento de la tensión o del clímax […]. El Oyente, sin saber muy bien el desenlace del romance, se ve obligado a dejarse llevar por su imaginación. Don Ramón Menéndez Pidal (1869 – 1968, español y eminente estudioso de la literatura medieval española, al punto de ser el primero en valorizar el poema del Mío Cid) llamó a esta retórica del romance saber callar a tiempo. El gusto por saber callar a tiempo es tan hispánico como japonés. De hecho, un destacado ensayista japonés de la Edad Media, dice: En todas las cosas, cuales quiera que sea, la uniformidad es indeseable. Dejar algo incompleto lo hace interesante y nos da la impresión de que hay lugar para que crezca”.

Latinoamérica y el haiku
Luego de explicar el nacimiento del haiku (“se considera que el origen del haiku es el renga de la Edad Media”, sostuvo el doctor, un encadenamiento de versos de 17 y de 14 sílabas, hasta obtener 100 versos, en principio), se abocó en la tarea de rastrear el gusto latino por esta especie poética. “Quizás le suene bien a los hispanos la forma de haiku por la tradición antiquísima de la seguidilla. Esta seguidilla, que se puede remontar hasta la Edad Media española, consta de 7 versos hechos para el canto. Los 4 primeros forman la copla, y los 3 siguientes el estribillo […]. Además conocemos la existencia antigua de la seguidilla, llamada simple, esto es 5-7-5, que nos recuerda la medida del haiku. Aún así, la mayoría de los poetas hispanohablantes modernos y contemporáneos, han optado por el haiku y no por la seguidilla simple, porque la razón es, para mí, bastante simple: la seguidilla es de carácter popular, y su finalidad era ser cantada, hasta puede que se una al baile, mientras que el haiku pone más énfasis en el aspecto estático de la mente humana […]”.
Shimizu recordó que ya los modernistas (movimiento literario surgido en América a fines del siglo XIX), capitaneados por Rubén Darío, se ocuparon intensamente de temas orientales. “Se sabe que una mestiza cubano japonesa inspiró a los poetas modernistas Julián del Casal y Rubén Darío. Al unísono, en 1891, José Martí y Julián del Casal iniciaron el japonismo en las letras de Hispanoamérica […]. Hay otros escritores influenciados por el exotismo oriental: Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y el mexicano José Juan Tablada, quien tan sabiamente introdujo el haiku en Hispanoamérica. Borges también y Octavio Paz, nada menos”.
Con respecto al escritor argentino, hizo hincapié en que “en el libro Atlas, Borges escribe un relato fantástico sobre la invención del haiku, atribuido a los dioses que se compadecen de la humanidad. No puede haber mejor homenaje al poema japonés. Borges, aparte de 6 waka, en su obra Las cifras, dedicada a María Kodama, compuso 17 haiku, número mágico, de 5-7-5 sílabas. Dice, por ejemplo:

Bajo el alero Una vieja mano
el espejo no copia sigue trazando versos
más que la luna. Para el olvido.


“¿Cómo se hace un haiku?”, preguntó Shimizu, para luego responder: “Oigamos al gran maestro Basho: Que tu verso se parezca a una rama de sauce partida por la lluvia tenue, y a veces ondeando en la brisa”. También dice: “Nos busques las huellas de los anteriores, sino lo que han buscado esos anteriores. Esto me recuerda a (Miguel de) Unamuno, que dice: No mires a los ojos, sino la mirada”.
Al final de su exposición, sostuvo que en las ciencias humanísticas, “la llamada universalidad no nos viene dada a priori, sino que es algo que tenemos que seguir buscando por nuestra parte, con honradez, a pesar de la aparente diferencia entre el mundo Hispánico y el Japón. Quizás se trata de algo que Octavio Paz y Antonio Machado llaman la búsqueda de la otredad. En este sentido, la literatura o la literatura heterogénea no está ahí, quieta e inmóvil, sino que tenemos que buscar la universalidad hasta encontrarla de verdad, y ese esfuerzo hacia el encuentro puede ofrecernos unos frutos realmente inesperados y enriquecedores en todos los aspectos. Un sabio bonzo budista japonés, literato y filósofo a la vez, llamado Dogen, nacido justo en el 1200, nos dejó un consejo muy profundo referente a este encuentro: Alcanzar la eliminación del hombre es como si la luna se reflejase en el agua: no se moja la luna, ni se enturbia el agua”.


La literatura que ha venido cantando
la identidad del pueblo japonés


“Bien a través del waka o bien a través del haiku, la literatura tradicional del Japón ha venido expresando, o mejor, cantando, quizás inconscientemente, la identidad del pueblo japonés”, asegura Shimizu, para luego advertir: “Pero cuidado, en Japón no se solía cuestionar de manera clara la identidad, al menos hasta hace relativamente poco. Tanto es así que se ha usado, y se usa hoy también en japonés identity, para exprear este concepto”. Según la explicación que dio el estudioso, Japón, en su pasado “casi libre” de invasiones exteriores, se suele pensar que la identidad viene dada a priori, y en este aspecto dista mucho de España o de América Latina. “El soliloquio, o como diría Unamuno, el monodiálogo, acerca de la identidad de España o de Latinoamérica, ha sido una constante. Con la invasión Visigoda o Musulmana, España tuvo la necesidad de asimilar lo heterogéneo dentro de su propio terreno. La colonización latinoamericana supuso una complicadísima asimilación de los heterogéneo tanto para España como para Latinoamérica […]. Antes de salir de viaje he repasado, he repasado algo de literatura de estos países (Argentina, Bolivia, Uruguay y Chile), y me di cuenta una vez más que los grandes escritores latinoamericanos, siendo grandes patriotas de cada país, son, al mismo tiempo, grandes patriotas de América Latina […]. En la literatura japonesa moderna, la presencia de Occidente, aceptada o rechazada, habría de convertirse en el sello distintivo. La primera etapa de influencia occidental fue, inevitablemente, la invasión […]. El papel que jugaron los traductores del Japón fue decisivo para el desarrollo de la poesía moderna y contemporánea. La influencia Occidental se aceptó más en 1905, cuando se tradujeron magistralmente a los poetas parnasianos y simbolistas franceses. Las traducciones dieron a conocer las obras de (Charles) Baudelaire, (Stefan) Mallarmé, (Paul) Verlaine, que se convirtieron en seguida en favoritos de los intelectuales. Lo notable es que esas traducciones solían conservar los metros tradicionales

Facundo, relato de una pasión

«La civilización se viste de frac, la barbarie no ». La frase pertenece a José Pablo Feinmann, filósofo, escritor y columnista del diario PÁGINA/12. Y aunque su texto, titulado «Oriente en el Facundo», es una crítica a la «cruzada» que encabezó George Bush contra el Islam, ha sido inspirada en el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, un declarado admirador del modelo republicano de los Estados Unidos.
«La palabra bárbaro viene de los griegos y la retoman los romanos -explica Feinmann-Brevemente: designa lo Otro, lo Otro absoluto, lo inintegrable. Aquello que jamás será parte nuestra, y que debemos ignorar o, si es necesario, destruir, pues con belicosa frecuencia la barbarie muestra, no sólo como lo Otro de la civilización, sino como una fuerza que se alza para destruirla. A lo largo de la historia, la civilización, no obstante, se las ha ingeniado para destruir a la barbarie, que es, entre tantas otras cosas, infinitamente seductora».
Sarmiento se ve seducido por Facundo Quiroga, a quien llama «el personaje histórico más singular, más notable». Quiroga es para Sarmiento ese personaje «de estatura baja y fornida»; de «anchas espaldas» que «sostenían sobre un cuello corto, una cabeza bien formada, cubierta de pelo espesísimo, negro, ensortijado (...); es aquel cuya «estructura de su cabeza» revelaba «la organización privilegiada de los hombres nacidos para mandar».
Sobre la base de algunas anécdotas y otras fuentes sobre el caudillo riojano, el intelectual por quien se conmemora el Día del Maestro, afirma en su libro más conocido que ve en Quiroga al «hombre grande, el hombre de genio, a su pesar, sin saberlo él, el César, el Tamerlán, el Mahoma ». Pero está claro que a ese que ve lo observa como a un Otro, como a alguien distinto, o, como diría Tzvetan Todorov, un sujeto a quien su punto de vista separa y distingue de él mismo.
Se interpreta que el Facundo buscaba, además de mostrar el enfrentamiento de la civilización contra la barbarie y repasar un panorama geográfico, político y social del país, el desprestigio de los caudillos, principalmente el de Juan Manuel de Rosas. El restaurador, según Sarmiento, es el «hijo de la culta Buenos Aires, sin serlo él », y quien hace el mal sin pasión. Facundo, por el contrario, «es el mal con pasión». Es en este punto en el que Feinmann, ya en otro libro, un ensayo titulado La sangre derramada -el cual busca las causas de la violencia en nuestro país-, señala que Sarmiento se equivocó en parte. «Facundo no era el mal. Pero Facundo, sí, era la pasión ».
En el caso del filósofo, la figura del Tigre de los Llanos es evocada para «vislumbrar muchas de las facetas de intolerancia y desdén por la vida humana que conducen, siempre, al crimen político». De esta manera, Feinmann indaga en las visiones de diferentes historiadores. Así, muestra que para Vicente Fidel López («hijo del autor del Himno Nacional», aclara), «Facundo es un “personaje siniestro”; para «los historiadores revisionistas», es el héroe de las provincias, y, finalmente, para el historiador, abogado y militante del «peronismo combativo», Rodolfo Ortega Peña, el caudillo es un defensor de los intereses nacionales que lucha contra el imperialismo inglés.

El vengador
La venganza es unas de las características de Quiroga, según resalta Sarmiento. El capítulo V se inicia con la anécdota del gaucho que precipitadamente se ve obligado a abandonar San Luis. En medio del «triste y desamparado» desierto, y el hambre y la sed, oye bramar a un tigre cebado. El gaucho arroja la montura a un lado, trepa la copa de un árbol y, durante dos horas, se queda observando a la fiera. «(...) La postura violenta del gaucho y la fascinación aterrante que ejercía sobre él la mirada sanguinaria, inmóvil, del tigre, del que por una fuerza invencible de atracción, no podía apartar los ojos, habían empezado a debilitar sus fuerzas (...) ». Recibe, sin embargo, la ayuda de sus amigos, quienes desenrollan sus lazos y lo echan sobre el tigre. La víctima pasó a ser la fiera: del gaucho recibió dos puñaladas en venganza por la agonía que pasó. «Entonces supe lo que era tener miedo», dijo Quiroga a un grupo de oficiales.
Otra escena, otra anécdota que lo tiene como protagonista, es cuando, luego de haber trabajado durante un año, recibe su sueldo, unos setenta pesos de la época. Monta su caballo, sin rumbo, y encuentra una pulpería, lugar en el que apuesta y pierde todo. Nuevamente sube a su caballo y parte sin dirección. Ahora, en el camino, se encuentra con un juez que lo detiene para pedirle su papeleta de conchavo. «Facundo aproximó su caballo en ademán de entregársela, afectó buscar algo en el bolsillo, y dejó tendido al juez de una puñalada», escribió Sarmiento, y luego se pregunta: «¿Se vengaba en el juez, de la reciente pérdida? ». La conclusión a la que llega el autor, es que las venganzas «son frecuentes» en la vida de Facundo Quiroga, y ejemplos tiene de sobra: hacía dar azotes a un coronel «por haberle ganado mal»; un joven recibió doscientos «por haberse permitido chanzas en momentos en que él no estaba para chanzas», y otros doscientos fueron para una mujer que lo saludó cuando él «iba enfurecido» por no haber podido intimidar a un pacífico vecino.
Feinmann también cuenta que Quiroga mató por venganza: hizo fusilar a los oficiales de Rodeo de Chacón por su propio capricho. Aunque para el filósofo, en el contexto social de 1835, la impunidad, el «desdén por la vida humana que existía en la bárbara argentina (...) », abre el espacio para los crímenes, y Rosas, que durante su primer gobierno se presenta como el vengador de Dorrego, durante su segundo mandato es el vengador de Facundo.

Hombre de salón
No era ladrón, «nunca robó, aún en sus mayores necesidades». Le gustaba pelear, y tenía «mucha aversión a los hombres decentes». No sabía tomar, y «de joven era muy reservado». Nunca confesó, rezó o escuchó misa, pero tenía agoreros o fue adivino . Esto, junto al deseo de aterrar, «de infundir miedo», son datos que, para Sarmiento, resumen toda la vida privada de Quiroga. «Facundo es un tipo de la barbarie primitiva: no conoció sujeción de ningún género; su cólera era la de las fieras (...). Mataba a patadas (...); arrancaba ambas orejas a su querida porque le pedía, una vez, 30 pesos para celebrar un matrimonio consentido por él (...). Abría a su hijo Juan la cabeza de un hachazo, porque no había forma de hacerlo callar; daba de bofetadas, en Tucumán, a una linda señorita a quien ni seducir ni forzar podía.
Hay en Facundo, sin embargo, cierta sabiduría, ingenio, conocimiento de la naturaleza humana, y Sarmiento lo expone con otra anécdota. Para descubrir al ladrón dentro de una tropa, Quiroga hace formar a los hombres. A cada uno les hace cortar varitas de igual tamaño, y luego les dice que aquel cuya varita «amanezca mañana más grande que las demás, ése será el ladrón». Al día siguiente, cuando ordena filas, el caudillo verifica las varitas y la de un soldado aparece más corta que las otras .
En otra ocasión le traen a un gaucho y le cuentan que ha robado una yunta de bueyes. «¿Es así?», pregunta Quiroga. «No», responde el gaucho, con la mirada baja y haciendo marcas en la tierra con el pie. «Este hombre es culpable», dictamina Quiroga y ordena que lo azoten. «(...) Cuando un gaucho, al hablar, esté haciendo marcas con el pie, es señal que está mintiendo ». Y efectivamente, el gaucho, posteriormente, confesó que había robado una yunta de bueyes.
Si Sarmiento usa como fuente lo que le relata «un hombre iletrado, un compañero de infancia y de juventud de Quiroga», para así afirmar que el caudillo nunca escuchó misa, Feinmann se vale de la conclusión de Ortega Peña, quien sostuvo que Facundo, con una bandera negra que decía «Religión o Muerte» defendió el catolicismo y, de esta manera, a la nación en contra del imperio británico. La interpretación, explica Feinmann, es que la religión otorgaba cohesión e identidad, y esto, lejos de ser percibido como un fanatismo, «era fruto de una clara percepción cultural: un país agredido por el imperialismo debe aferrarse a todo aquello que consolida su unidad nacional, su identidad, su rostro como nación autónoma».

«La civilización se viste de frac, la barbarie no». El colorado, para Sarmiento, es el color de la barbarie , el color que simboliza el terror y la sangre. Se pregunta: «¿Es casualidad que Argel, Túnez, el Japón, Marruecos, Turquía, Siam, los africanos, los salvajes, los Nerones romanos, los reyes bárbaros (...), el verdugo y Rosas, se hallen vestidos con un color proscrito hoy día por las sociedades cristianas y cultas? », y agrega: «Toda civilización se expresa en trajes, y cada traje indica un sistema de ideas entero (...); cada civilización ha tenido su traje, y cada cambio en las ideas, cada revolución en las instituciones, un cambio en el vestir (...); la moda no la impone al mundo, sino la nación más civilizada (...). Los argentinos saben la guerra obstinada que Facundo y Rosas han hecho al frac y a la moda».
Para Feinmann, en cambio, Quiroga no fue el «bárbaro irracional que se han empeñado en dibujar Sarmiento y Paz », o, en todo caso, fue alguien que, de Tigre de los Llanos, llegó a ser «un constitucionalista elegante, de modales y gustos porteños, que ha pulido prudentemente su barba y sus bigotes, que sólo desea bregar por la definitiva organización de la República. En fin, un estadista y no un guerrero ». Es, también para el filósofo, un compulsivo jugador, un sagas político, un dandy, un mecenas que le da la posibilidad a Juan Bautista Alberdi de ir a estudiar a los Estados Unidos.
Es verdad que el perfil que Sarmiento escribe sobre Quiroga, pinta, efectivamente, a un Otro absoluto, a un bárbaro, a un caudillo. Esa imagen, sin embargo, no debe ser entendida negativamente ya que, según una visión providencialista, los procesos negativos actúan como estímulos, y en lo histórico, concretamente, implica el cumplimiento de un plan hacia el progreso, la civilización y la libertad. Además para Sarmiento, el hombre es tanto el que encarna las fuerzas del bien, como así también el que pone en juego las fuerzas del mal. Esto no quita que, a lo largo de la historia, la civilización se las haya ingeniado para destruir a la barbarie, que es, entre tantas otras cosas, infinitamente seductora.

12/16/2005

El espíritu de los cien sacos de arroz


Una obra de teatro, producto de un relato verídico, rescata la visión de futuro de Torasaburo Kobayashi, Gran Concejal del dominio de Nagaoka (prefectura de Niigata), quien en 1870, y pese a que su pueblo padecía de hambre, decidió vender seis toneladas de arroz para construir una escuela. “Sin educar a la gente y sin pensar en el futuro, no se podrán levantar ni desarrollar nunca las ciudades ni el país”, era su pensamiento. Dicotomía entre saciar el hambre o pensar en la educación.

Hacia 1870, durante los primeros años de la Era Meiji (1868-1912), en Japón se estaban estableciendo las bases de un nuevo gobierno que sepultaría definitivamente el poder del Shogunato Tokugawa, el cual se había iniciado a principios del 1600. Comenzaba una época de transformaciones, con las que se reponía la política de centralización basada en el régimen imperial. El objetivo era lograr, a través de la “occidentalización”, un país moderno y rico.
Los habitantes del Japón de ese entonces eran cerca de 30 millones, de los cuales 2 millones eran samurai -incluidas sus familias-, y el 80 por ciento se dedicaba a la agricultura. Se había abolido el sistema feudal de castas -conformada por samurai, agricultores-campesinos, artesanos y mercaderes- y se estableció la igualdad de los grupos sociales.
Dentro de este contexto, el dominio de Nagaoka –hoy ciudad de Nagaoka, en la prefectura de Niigata- vivía una situación de pobreza y constantes robos. Dos años antes había sido incorporado a las provincias aliadas al Shogunato Tokugawa, y derrotadas en una guerra civil conocida como la batalla Boshin.
Un relato histórico cuenta que hacia el tercer año de la Era Meiji (1870), a finales del cuarto mes, el Gran Concejal de Nagaoka, Torasaburo Kobayashi, de 43 años, tomó una decisión que causó la ira de algunos samurai. Su rama familiar, el dominio de Mineyama (Niigata), ofreció como ayuda enviar cien sacos de arroz (seis toneladas). A pesar de que tenían como destino saciar el hambre, Kobayashi anunció que vendería los cien sacos para construir una escuela. El pensamiento del Gran Concejal era: “Sin educar a la gente y sin pensar en el futuro, no se podrán levantar ni desarrollar nunca las ciudades ni el país”.
A duras penas, Kobayashi convenció a su gente y construyó una escuela llamada Kokkan Gakko. Allí se formaron varias personalidades de la Era Meiji, entre ellas, Kumaichi Horiguchi (1865-1945) e Isoroku Yamamoto (1884-1943). Reconocido diplomático japonés, Horiguchi protegió en 1913 a los familiares del ex presidente Francisco Indalecio, durante la Revolución Mexicana. Formado en Bélgica, estuvo en Brasil como ministro interino y también en Suecia. En 1909 llegó a México, país en el que vivió con su hijo mayor, el poeta Daigaku Horiguchi. El almirante Isoroku Yamamoto es recordado por dirigir en 1941 el ataque a Pearl Harbor, aunque con la esperanza de firmar un tratado de paz con los Estados Unidos. Yamamoto se graduó en el Colegio Naval, estudió inglés en la Universidad de Harvard y fue agregado militar en el Embajada japonesa en Washington. Murió en 1943, durante una batalla aérea en Papua, Nueva Guinea.

Siempre en el campo de batalla
El Gran Concejal Torasaburo Kobayashi nació en Nagaoka el 18 de agosto de 1828. Fue el tercer hijo de una familia samurai compuesta por ocho hermanos (seis varones y dos mujeres). Su padre, Matabei Kobayashi, fue subdirector de la escuela señorial Sutokukan, y también se desempeñó como administrador de la delegación portuaria de Niigata, en las costas del Mar del Japón.
Durante su niñez, Torasaburo padeció de viruela, enfermedad que le hizo perder el ojo izquierdo y que había provocado la muerte de sus dos hermanos mayores. Es por eso que sus padres pusieron un especial cuidado en Torasaburo, educándolo como heredero de la familia.
Por su inteligencia, a los 18 años fue designado profesor asistente de la escuela Sutokukan. A los 23 fue ordenado por el dominio para ir a estudiar Edo (Tokio). Ingresó a un colegio particular dirigido por un conocido de su padre, Zozan Sakuma (1811-1864). Por ese establecimiento pasaron ilustres de todo Japón, como Kaishu Katsu (1823-1899), quien llegaría a ser superintendente de la armada gubernamental, y Ryoma Sakamoto (1835-1867), autor del plan de devolución del poder gubernamental a la corte. Otro ilustre del aula de Sakuma fue Shoin Yoshida, alias Torajiro, (1830-1859), quien luego fundó un colegio notorio en el dominio Choshu (actual prefectura de Yamaguchi), bautizado Shokason Juku, en el que también se formaron algunos de los líderes de Meiji.
Tanto Kobayashi como Yoshida eran sobresalientes en los estudios. Se los conocía como los “dos tigres” por la etimología de sus nombres. Torasaburo significa tigre-tercer hijo, y el apelativo Shoin, Torajiro es tigre-segundo hijo.
En junio de 1853 llegó a la bahía de Tokio la escuadra estadounidense dirigida por el comodoro Matthew Perry, hecho que acentuó la división entre los partidarios de abrir las puertas del país y los defensores de mantener el aislamiento, entre los seguidores del gobierno Tokugawa y lo que se proponían derrocarlo. Los estadounidenses exigían la firma de un Tratado de Amistad y la apertura. El Shogunato estaba dispuesto a abrir el puerto de Shimoda (prefectura de Shizuoka). Esta versión llegó a oídos del maestro Sakuma, partidario de la apertura, y quien, a su vez, insinuó a Torasaburo Kobayashi que propusiese al Shogunato, a través de Tadamasa Makino –viceprimer Rojyu y Señor feudal de Nagaoka-, abrir un puerto más cercano a Edo como lo era Yokohama (prefectura de Kanagawa), ya que ofrecería una mejor defensa en caso de una rebelión y mayores posibilidades para el intercambio comercial. La proposición provocó indignación. Fue considerada como una injerencia de un joven estudiante en un tema delicado. Torasaburo volvió a Nagaoka con una orden de reclusión.
En 1858, Torasaburo, con una enfermedad incurable, presentó una teoría educativa en la que explicaba la importancia de la educación primaria y la necesidad de abrir los ojos hacia el extranjero, lo cual -a su parecer- impulsaría el desarrollo y enriquecería al país.
Luego fue nombrado Gran Concejal de Nagaoka y estableció, con los cien sacos de arroz, la primera escuela pública, Kokkan Gakko. Era un establecimiento de estudios nacionales y chinos, aunque también se dictaban estudios occidentales. Ahora bien, ¿cómo es que llegó a imponer la construcción de una escuela en lugar de repartir el arroz entre todo el dominio, sumido en una pobreza extrema?
El razonamiento de Torasaburo Kobayashi era que aunque se distribuyeran los cien sacos de arroz entre todos los habitantes del dominio, a cada familia le tocaría una cantidad que se le acabaría en uno o dos días. Señalaba que había que mirar el porvenir, que era el momento de esforzarse en la educación más que nada. Sin esa base -aseguraba- el dominio no podría levantarse. Culpaba a la falta de líderes, de hombres competentes para evitar las guerras civiles y el derramamiento de sangre. Y lo esencial -sostenía- era la gente, las personas capacitadas. Ya sea que un país se levante o caiga, que una ciudad florezca o perezca, todo se debe a la gente. Por eso, incluso un país arruinado es capaz de recuperarse si hay personas con integridad. Decía que había que pensar no solamente en el presente, sino también en el futuro.
A pesar de esas razones, un grupo de samurai aún exigía el reparto de los cien sacos de arroz. Como última jugada, Torasaburo les mostró un pergamino que había sido escrito por su maestro, Zozan Sakuma. Contenía cuatro kanji (ideogramas) que decían: “Estar siempre en el Campo de Batalla”. La frase tocó el orgullo y el honor de los samurai. “Estar siempre en el Campo de Batalla” era un pensamiento del dominio Sanshu-Ushikubo (prefectura de Aichi), y significaba que, aunque no fuese tiempo de guerra, había que enfrentar cualquier dificultad y privación con el mismo espíritu que en el campo de batalla. Los samurai así lo entendieron.


Una obra, un mañana mejor

Nagaoka se desarrolló desde mediados de la Era Meiji, en parte, por a la industria petrolera, y como centro logístico comercial. El dato a resaltar es que la ciudad –literalmente- fue hecha cenizas en dos oportunidades: primero en la batalla de Boshin (1868), y luego en la Segunda Guerra Mundial (1945), en la que fue arrasada el 80 por ciento de sus tierras por el ataque de los bombarderos estadounidenses B-29.
El relato de los Cien Sacos de Arroz (Kome Hyappyo) fue concebido como una obra de teatro por el dramaturgo y escritor Yuzo Yamamoto en 1943, en plena Segunda Guerra Mundial. La primera edición fue de 50 mil ejemplares, aunque posteriormente se prohibió su circulación por ser considerada una obra “antibélica”. Fue reeditada en 1975 con un claro objetivo: transmitir el espíritu de los cien sacos de arroz a las nuevas generaciones.
Por iniciativa de la ciudad de Nagaoka, en 1987 se estableció la Fundación Cien Sacos de Arroz, con el propósito de ofrecer becas a estudiantes universitarios y también premiar a las personas o a las instituciones en los campos de la educación y el deporte. El premio se entrega anualmente el 15 de junio, día en el que se conmemora la fundación de Kokkan Gakko.
En octubre del 2003, el periodista Teruo Ishiko, fundador de Chunambei Shimbun (Gaceta Nippo-Latinoamericana, www.chunambei.co.jp), editó, en español, Cien Sacos de Arroz, la cual cuenta -no casualmente- con una parte agregada en la que se presenta comparativamente las situaciones históricas en las que se encontraban cada uno de los países de Latinoamérica hacia 1870, época a la que se remonta Cien Sacos de Arroz.
La obra fue estrenada en el teatro clásico kabuki recién en 1979, y su éxito a nivel nacional llegó en el 2001. Ha sido adaptada al cine y editada en video; su contenido fue introducido en el kodan, la oratoria tradicional japonesa que relata, con tono y ritmo peculiar, las anécdotas históricas o crónicas.
Hasta el primer ministro japonés Junichiro Koizumi hizo mención de Cien Sacos de Arroz en el discurso inaugural de su administración, en mayo del 2001. Ese mismo año, Koizumi recibió el premio Ryukogo Taisho -otorgado a aquellas palabras más acogidas por el público- por su habilidad oral, valiéndose de la cita de Cien Sacos de Arroz. En su alocución, el primer ministro pedía paciencia para afrontar las dificultades económicas y, de esta manera, construir un mañana mejor.