11/28/2006

La identidad japonesa a través de sus gestos

Aspectos profundamente arraigados en el carácter nipón son develados en Gestualidad japonesa, de Tada Michitaro, teórico de la comunicación y antropólogo cultural. El libro, que acaba de ser editado en español, se sumerge en las nimiedades de la vida nipona y demuestra que, además de las palabras, los gestos también pueden comunicar y decir quién es uno.

Hay pocas cosas que a Hanako le comunican algo; las palabras, por ejemplo, no lo hacen. Son poco más que simples sonidos y no portadores de significados, o bien pierden sus significados antes de llegar al oído. Es posible que llegue a reconocer algunas frases de uso frecuente, pero ella no puede expresarse con ese sistema de signos, considerado el más importante para la mayoría, y, sin embargo, entre la expresión y el pensamiento no reconoce abismo alguno. Posee los gestos justos para darse a entender.
Hanako pertenece al mundo de la ficción. Es uno de los personajes de Flores de un solo día, novela escrita por Anna Kazumi Stahl, norteamericana radicada en la Argentina, y de quien, recientemente, se ha editado una traducción, Gestualidad japonesa, de Tada Michitaro. El paralelo vale por un tema en común: la “existencia sin palabras” del ser humano.
Experto en literatura japonesa clásica y en literatura francesa de los siglos XIX y XX, teórico de la comunicación y antropólogo cultural, Tada Michitaro analiza, en este libro publicado originalmente en japonés en la década de 1970, aquellos gestos inconscientes del pueblo al que pertenece. Y aunque aborda la gestualidad, el ensayo busca -y así también lo manifiesta el propio autor-, el "tic” que, “aún carente de sentido lógico, es común a todas las personas, y que, por lo tanto, revela una mentalidad compartida, inconsciente tal vez, inarticulada, pero manifiesta. Su trabajo no pretende explicar el qué, sino el porqué, para así abordar como objeto la propia identidad.
En busca de ese objetivo, el ensayo se abre con la importancia que los japoneses le dan a la mímica, acto que Tada enfrenta a la originalidad, para explicar, así, el valor que en la sociedad japonesa tiene el hecho de “ser como”, de “parecerse al otro”. Ahí, concluye el autor, radica (y surge) la originalidad, y Japón, a través de su historia, ha emulado (no debe aplicarse el concepto del verbo “imitar”, sino el de “rinsho”, “narau”, `aprender´) el arte de China, el budismo de la India, y la Edad Moderna de Europa. En Occidente ha ocurrido algo similar; la base de la civilización se funda en Grecia y Roma. Más aún, Aristóteles, en su Poética, habló del concepto de “mimesis” en el arte (el arte imita la realidad, pero la transforma).
El lenguaje del cuerpo, el idioma sin palabras, para el intelectual -prestigioso académico que se ha interesado por lo popular-, son cultura, una herencia que “pertenece a los diversos grupos de una sociedad”. De esta manera, Tada ha contemplado a su pueblo, ha hecho foco en aquellos gestos inconscientes de sus compatriotas, dejando de lado aquellos que se conocen como “los más japoneses”.
Un ejemplo es el de “aizuchi”, expresar acuerdo o consentimiento a un interlocutor, y es aquí en donde radica la ambigüedad nipona, el “so-o-o, ne-e” (`Bueno, tal vez…´). En raras oportunidades un japonés se pronunciará por “hai” (`sí´) o “ie” (`no´), y eso se debe a la diferencia entre la lógica y la emoción. “Decir sí o no con referencia a algún tema en concreto es algo que pertenece al reino de la lógica -explica-. Y hacer un gesto de consentimiento es una expresión social que parte de las emociones. Por involucrarnos en esta dualidad, los japoneses no expresamos claramente la verdad en un momento dado”.
El “sí” y “no”, afirma, pertenecen a países en los que conviven y se fusionan diversas razas y lenguas, y “aizuchi” (término que el autor traslada como “tacto”, vocablo que, en su idea, tiene en cuenta los sentimientos del otro), es un gestos que expresa una manera de pensar y de actuar. Según el Kojien (el diccionario más respetado de la lengua japonesa) son los martillazos concurrentes, recíprocos, que realizan dos herreros mientras trabajan juntos, en armonía.
Los gestos y movimientos japoneses -y así lo aclara el autor- “son casi invisibles, es decir, son parsimoniosos y controlados”. Tal es el caso de la sonrisa. Antiguamente, la mujer japonesa, temerosa de mostrarse “descuidada y negligente” a los otros, se cubría la cara con la manga del kimono, y así evitaba dar a conocer expresiones de tristeza o timidez. Si bien hoy en día el kimono ha dejado de ser la vestimenta corriente, ese “autocontrol” de la sonrisa ha llegado hasta la actualidad y, en muchos casos, ha provocado el desconcierto de los no japoneses, quienes -sostiene Tada- pueden interpretarla como “simpatizando” con ellos, cuando, en realidad, es algo casi natural.
En lugar de tener gestos llamativos y exagerados (ya que son censurados, inadmisibles, al menos en lo que se refiere a la estética), los japoneses tienen el Ikebana o arreglo floral, el cual simboliza la trasmutación de los gestos, un arte “que es la manifestación del ser social (social -se explica- en el sentido de que se infunden las formas de la propia cultura en el ser). Volviendo a Hanako, el personaje ficticio de Flores de un solo día, ella podía manifestar su estado de ánimo con las flores que día a día armaba en la mesa de su casa; el arreglo expresa los gestos que ella no puede realizar abiertamente y lo que no puede comunicar en palabras.
“¿Por qué es buena una actitud reservada?”, pregunta el mismo autor, y responde: “Porque los japoneses estamos inmersos en una cultura que detesta alardear y que prefiere mantener la compostura”. Y es, justamente ese proceso de autocontrol, el que representa “una forma concreta que proporciona la propia cultura”.
Alguna vez, Japón fue un “problema militar” para Occidente, más todavía para Estados Unidos, país que, durante la Segunda Guerra Mundial, tildó a los asiáticos como “los enemigos más enigmáticos” con los que se habían enfrentado. En ninguna otra contienda había sido necesario tener en cuenta “unos modos de actuar y de pensar tan profundamente diferentes”. El “problema”, sin embargo, pasó de ser militar a “cultural”; había un otro al que había que descubrir y describir, y para ello se realizó un trabajo antropológico que luego sería un libro pilar en los estudios de la cultura japonesa: El crisantemo y la espada, de Ruth Benedict.
En el 2003, Renato Ortiz, antropólogo brasileño radicado en Francia, editó en español Lo próximo y lo distante: Japón y la modernidad-mundo, ensayo que, justamente, intenta desmitificar a Japón, un país que -asegura- “identificamos con la noción de otro, una civilización lejana, radicalmente diferente de nosotros”, pero que, principalmente, utiliza como texto y pretexto de la mundialización de la cultura, como objeto sociológico.
El ensayo de Tada Michitaro viene a ocupar, junto a los ya mencionados, un vacío en los estudios de esta área, y es, en definitiva, un libro que se sumerge en las nimiedades de la vida japonesa y devela no sólo aspectos profundamente arraigados en el carácter nipón, sino que demuestra, tal como lo hace Hanako, que además de las palabras, de la lengua, los gestos también pueden comunicar y decir quién es uno.

7/21/2006

“Kappa”, de Ryunosuke Akutagawa



A 79 años del suicidio del grandioso escritor japonés, se reedita en castellano una traducción realizada por Kazuya Sakai: Kappa (edición que, además, trae otra novela corta: Los engranajes). En un mundo deforme, el suicidio y la locura; en un mundo deforme, la mentira como reflexión.

Hace casi 80 años, se conoció un escrito en el que un hombre contaba las experiencias de un paciente, el número 23, de un hospicio de dementes. Según el autor, el demente paciente (quizá sea mejor decirle simplemente “paciente”), a cada uno que lo iba a visitar, le contaba el mismo relato: las experiencias de su vida antes de enloquecer. Al culminar el relato, dice por escrito el narrador, siempre repetía la misma frase: “¡Fuera de aquí, bribón! También tú eres un animal estúpido, envidioso, obsceno, prepotente, vanidoso, cruel y sinvergüenza! ¡Fuera de aquí, bribón!”.
En resumen, el relato del paciente ocurre en una mañana de verano, en las termas de Kaminokochi, con el ascenso al monte Hodaka, pero a través de un valle cubierto por la niebla del amanecer, la cual se iba tornando más densa. La fatiga y el hambre hicieron que el hombre descendiera a orillas del río, lugar en el que se sentó sobre una piedra para comer y encender un fuego. La niebla comenzó a despejarse paulatinamente. Al observar el reloj, supo que era pasada la una y veinte. Lo que lo asombró, sin embargo, fue otra cosa: ver reflejado por unos instantes, en el vidrio del reloj, un rostro desagradable. Se dio vuelta, sobresaltado, y vio, por primera vez en su vida, al animal que se conoce con el nombre de kappa. Estaba sobre una roca, con una mano apoyada sobre un abeto y la otra sobre los ojos, como haciéndose una visera, y lo observaba con curiosidad.
El hombre logró reaccionar, y rápidamente se incorporó y se abalanzó sobre el kappa, aunque éste logró escapar. Pero aún, como si lo estuviese esperando, estaba a dos o tres metros de distancia, preparado para huir, pero volviendo la cabeza, mirándolo. ¡Granuja!, le gritó, y nuevamente se arrojó sobre el kappa, el cual logró huir otra vez. Enloquecido, el hombre, estuvo persiguiéndolo durante media hora.
Redondeando, un toro de enormes astas y ojos sanguiolentos interceptó al kappa, el cual lanzó un gemido, saltó hacia los altos bambúes y cayó de espaldas. “Yo iba, es decir, yo creía tenerlo en mis manos y me arrojé tras él”, es lo que cuenta el paciente número 23. “Pero debía haber ahí un hueco que no había notado. Apenas tuve la sensación de haber tocado con la punta de los dedos el resbaladizo lomo del kappa, cuando de inmediato caí de cabeza en un abismo profundo y oscuro (…). Luego…, luego no recuerdo qué sucedió; sólo sé que vislumbré algo como un relámpago ante los ojos, y perdí el conocimiento”.

El relato continúa cuando el paciente vuelve en sí, tirado en el suelo, boca arriba, rodeado por una multitud de kappas, quienes -dos de ellos, para ser precisos- trajeron una camilla en la cual lo transportaron algunas cuadras. Tal vez (más que una duda, creo que es lo mejor), para conocer el resto de la historia, hay que leer Kappa, la nouvelle escrita por Niihara Ryunosuke, más conocido como Ryunosuke Akutagawa, escritor japonés, considerado el más grande de la era Taisho (1912-1925).
Kappa, se dice, fue escrita en menos de dos semanas, y comienza a ser publicada en la revista Kaizo, en marzo de 1927, el mismo año en que se suicidó Akutagawa, el 24 de julio (nació en Tokio, el 1º de marzo, y murió en la misma ciudad). Justamente, a 79 años de que una sobredosis de veronal le pusiera fin a su vida, Paradiso Ediciones ha reeditado esta obra, la cual había sido traducida al castellano por Kazuya Sakai (se publicó en 1959).
Siguiendo la vieja corriente literaria que tiende a relacionar los textos con la vida del autor, en Kappa se observan temas como el suicidio y la locura. Por ejemplo, Tock es un kappa poeta, el cual forma parte de un grupo, el de los súper kappas. El mismo Akutagawa (o por lo menos durante alguna etapa de su vida) podría haber personificado a Tock, ya que es conocida la adhesión que el autor tuvo para con Charles Baudelaire, el poeta francés, figura intermedia entre el Parnasianismo y el Simbolismo, los movimientos artísticos europeos surgidos a mediados del XIX. La idea de “El arte por el arte”, el arte como un fin en sí mismo que pregonaban estos movimientos, es la misma que concibe Tock y su grupo, además del gusto por lo singular, por la bohemia; el escepticismo y el pesimismo. Aunque, y aquí surge la crítica de Akutagawa (y quizá se vea el giro, la madurez que ha alcanzado en Kappa), Tock siente envidia por las escenas familiares, como la de un huevo frito sobre una mesa, el cual -dice- “es más saludable que una relación amorosa”.
Las biografías de Akutagawa no estarían completas sin mencionar el hecho de que su madre, Fuku, se volvió loca cuando él tenía siete años, y de quien creía haber heredado la esquizofrenia, lo cual remite a las experiencias del paciente número 23, protagonista de Kappa. Por otro lado, así como el Parnasianismo toma como fuentes las leyendas, religiones y mitos (sin sentido nostálgico, sino más bien para su recreación con belleza), Akutagawa, conocido por ser el autor de Rashomon (cuento basado en la decrépita puerta meridional de entrada de Kyoto, cuyos pisos estaban en ruinas desde el siglo XII; Akira Kurosawa se basó en éste y otro cuento del escritor, El pequeño bosque, para su película), se vale de estos populares seres que poseen una membrana entre los dedos de las manos y los pies, de un metro de estatura y con un caparazón en la cabeza.
En el análisis de la obra en sí, aparece un elemento recurrente en la literatura, como lo es el pozo, lugar fantástico (Alicia cae en un pozo, en el país de las maravillas) que ejerce fascinación y miedo; símbolo de la caída y de pruebas por las que hay que pasar (Don Quijote desciende a la cueva de Montesino, en donde se pinta a una Dulcinea que pide dinero, como si fuese una prostituta). Si el objetivo del paciente 23 es ascender al monte Hodaka, luego termina descendiendo: es derrumbado, cae en un mundo invertido, aunque es una sociedad como la nuestra, con leyes propias, con un idioma, en donde hay atardeceres, fábricas, libros, pianos, religiones, etcétera. Y ellos, los kappas, toman como ridículo y cómico todo lo que los humanos tienen como importante y serio, y tornan como serio algo que, para nosotros, es risible y sin sentido. “Justicia o humanidad, para nosotros, es algo serio, mientras que los kappas se mofan de esos conceptos”.
Hay también críticas, las cuales, en este caso, resultan alegóricas a la sociedad humana: los movimientos artísticos (como se ha visto), las leyes, la censura, el control de los medios de comunicación. En la sociedad de los kappas, los niños tienen la decisión de nacer o no (el padre se coloca frente a la vagina de la madre y le pregunta al feto si desea venir al mundo). No hay desempleo, porque los obreros, al quedar desocupados, son comidos por el resto, aunque sí han conocido el militarismo: en guerra contra las nutrias, han ganado, por lo que, durante un tiempo, vistieron sus pieles. ¡Ah! Es un mundo liberal, en donde las hembras kappas persiguen a los machos y los atacan.
¿Todo esto hace que el mundo de los kappas esté en decadencia? ¡No, para nada! Ellos siguen viviendo, y el único que parece horrorizado es el paciente número 23, quien sale corriendo, deseoso de volver a su casa. Ya ha tenido bastante; se ha reeducado, se ha visto en un espejo deforme, así como nosotros podemos deducir, en esta novela de aprendizaje y viaje (una especie de Gulliver, obra de Jonathan Swift que, confesó el propio Akutagawa, lo inspiró), que mantener la existencia de lo fantástico en el mundo “real” (¿hoy, qué es real?) es una “locura” (¿hoy, qué es locura?).
Igualmente, señor(a) lector(a), quédese tranquilo; remítase a la introducción de este relato, el cual ha sido escrito en base a la obra de Akutagawa, quien inicia su libro con un narrador testigo (alguien que cuenta un hecho), quien, a su vez, tomó lo que le fue referido por el paciente número 23 (¿demente?). Si no quiere volver al inicio, y resumiendo, dentro de la ficción de Akutagawa, el relato del narrador es producto de una historia que le ha contado el paciente número 23, internado en un hospicio de dementes.
Podríamos respirar aliviados, excepto por eso que el paciente número 23, luego de terminadas las experiencias de su vida antes de enloquecer, a cada uno que lo iba a visitar, siempre repetía la misma frase: “¡Fuera de aquí, bribón! También tú eres un animal estúpido, envidioso, obsceno, prepotente, vanidoso, cruel y sinvergüenza! ¡Fuera de aquí, bribón!”.

Bajo el cielo infinito

Editado recientemente en la Argentina, este libro de ilustraciones de Rie Osanai va desde la resignación a la esperanza; del consuelo a la búsqueda; de la soledad a la compañía; del duelo a la felicidad.

Ese cuerpecito rojo tiene las alas plegadas, y parado sobre una pata, con el verde esperanza de fondo, sonríe, pero dice: “Yo soy un pájaro que no puede volar”.
A él pareciera no importarle, o no lo demuestra, o lo ha superado. Disfruta de los días soleados, de los paseos, de los juegos y de su amigo Mugi, un gatito azul, el color del cielo sin nubes. Con él, el pajarito rojo se olvida del tiempo; con él, su compañía, el pajarito ha recuperado algo que creía haber perdido, la alegría; ha abandonado la soledad, un desierto que “se ha desvanecido en al aire”.
Sí, es otro aire, otro vuelo, pero el pajarito rojo junto al gatito azul son socios en la tierra, y el pajarito rojo abraza la esperanza, se permite la alegría. Juntos se suben a las ramas de los árboles cuando llueve y bajan a la tierra cuando deja de llover; uno junta manzanas y el otro bebe agua de los charcos.
Desde otro lugar también se puede volar, porque Mugi le dice que “se puede ver el maravilloso cielo”, le hace ver el charco como “un espejo mágico”, y el pajarito rojo recuerda y se transporta.
Planea por los cielos y observa los espacios verdes y llega hasta su antiguo hogar y al lugar en que un hombre le disparó; al tiempo de soledad.
“Yo soy un pájaro que no puede volar”, repite ese cuerpecito rojo, con las alas plegadas, parado sobre ambas patitas, el verde esperanza de fondo y los ojos mirando hacia arriba, hacia ese cielo infinito. “Ya no podré volar más por los cielos”, acepta con algo de tristeza.
El pajarito rojo, sin embargo, respira otro aire, siempre al lado de su amigo Mugi, a quien le cuenta historias; el gatito azul escucha y el pajarito rojo ha recuperado la alegría, ha encontrado la posibilidad de volver a volar, porque junto a el gatito azul es socio en la tierra, y el pajarito rojo se olvida del tiempo, recupera la alegría y abandona la soledad, un desierto que “se ha desvanecido en el aire”, y por eso, dice sin dudar, es feliz.

“Yo soy un pájaro que no puede volar”. Resignación y esperanza; consuelo y búsqueda; soledad y compañía; duelo y felicidad; sueños y tantas cosas más…
¡Qué contradicción!, podría pensarse de esta historia para chicos (y no tanto) titulada Bajo el cielo infinito, obra ideada y dibujada por Rie Osanai -ilustradora nacida en Tokio en 1977 y fallecida en la Argentina en el 2003-, y que ha sido editada en nuestro país por Kaicron (Ediciones Infantojuvenil).
La disyunción, así planteada, es que sus plumas, sus alas, su cuerpo, están diseñados para el vuelo, pese a que, por uno u otro motivo, no todos los pájaros lo hagan. Y si bien este pajarito de cuerpecito rojo tenga las alas plegadas, junto a Mugi, el gatito azul, descubre otra forma de transportarse: el recuerdo, evocación de momentos felices y de otros que no lo son.
Acerca de Bajo el cielo infinito -cuya edición nacional es presentada en japonés, inglés, castellano y portugués (la traducción estuvo a cargo de Amalia Sato, como supervisora, y de Mónca Kogiso y Adelina Chaves)-, podría insistirse con eso de ¡qué contradicción!: pájaro y gato, dos enemigos que se hacen amigos. Pero ésta es una fábula, en cierto punto, sobre la vida, y con el foco en una condición del hombre: la soledad.
Si el pajarito rojo antes era parte de una bandada, luego pasó a conformar un dúo; ha cambiado su naturaleza (así como el hombre ha caído del paraíso) al dejar de ser el que ha sido para comenzar a ser (o aceptar) el que será. Entre una y otra, el pajarito de cuerpecito rojo se ha sentido solo. “Pena”; “prueba y purgación”; “condena y expiación”; “castigo”, pero también “promesa del fin del exilio”, dice Octavio Paz acerca de la soledad.
Pero entre el cielo y la tierra están ellos dos: el pajarito, ese cuerpecito rojo, y su amigo, el gatito azul, color de cielo sin nubes. No hay oposiciones. El primero comprende, se descubre en el segundo, y el desierto se desvanece en el aire. Desde abajo ve, piensa y sienta desde otro lugar. A través de un charco o subido a una rama, contempla a lo alto el norte de su camino.
Los pájaros, símbolos de valores humanos (el búho representa la sabiduría; la paloma, la paz; el águila, el poder político), han sido protagonistas de novelas, cuentos, poesías, canciones y fábulas, como ésta; han servido como mensajeros y como espejos, dualidad que nos recuerda que podemos hacer lo que no nos sale naturalmente (volar), y esa una manera fantástica de transportarse.

2/09/2006

Un milonguero, el tintorero “más caro del mundo”

Alejandro Filardi, “sólo para exigentes”. Personaje entre personajes, este compadrito que en televisión combina la cadencia del tango con el arte de planchar un pantalón, habla de lo que es y de los que debería ser. En otros tiempo hacía repartos en camiones Mercedes Benz, llegó a cobrar 35.000 pesos por cuatro vestidos utilizados en la película Evita y, por un piloto, tiene como piso 98 pesos. Su negocio, hoy con la persiana baja, fue –jura y perjura- “una espumita, un lujo vivo”.

En un barrio de Haedo, de cuyo nombre no me puedo acordar, no hace poco tiempo que vive un compadrito que, abstraído de la realidad, vive en la realidad, uniendo lo insólito y lo posible; viendo, sintiendo, disfrutando lo que todos ven y lo que algunos no ven. La imaginación lo lleva a decir que una actividad, un trabajo, un oficio, una profesión -si se quiere-, como el planchar, “es un arte”, un arte concebido como baile activo, con suaves pero firmes movimientos.
Alejandro Filardi es su nombre. De complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, ya frisa los 80. Es compinche de la plancha y del baile; “exigente sólo para exigentes”, enamorado de los trajes, de los ambos, de los sacos y de los pantalones; amante de las polleras y de los vestidos, galanteador de los sobretodos, de los pilotos y de los perramos. Cuenta que proviene de familia humilde, pero hay quienes sostienen que se ha ganado el apodo de Don (De Origen Noble). “Pibe, soy el tintorero más caro del mundo”.
Hay que saber, que sobreentender, que los ratos los pasaba con la plancha. Sus brazos -imaginen- equilibrando los movimientos que han de depositar en ella, la prenda, la precisión del corte, ese y no otro; la clara marca de la raya, y luego el suave traslado dentro de su casa -que antaño fue un próspero negocio-, como un galán que juega al tuteo mientras ella espera a su “verdadero dueño”. Algo así como pensar que “la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de vuestra fermosura…”. Pues ella, la refinada etiqueta -la llamó un tal Julio Vallejos, su “historiador”-, le permite “idealizar” el acto, alegóricamente, con el que el hombre seduce a la dama en un abrazo para ejecutar el delicado movimiento que exige el planchado. Porque así como el caballero no es tal sin su dama -que es quien le da su identidad-, este planchador está incompleto sin su prenda. Ella es esta necesidad de ser un artista andante. Y aunque hoy su figura sea muy frágil, porque no existe más que en su cabeza (ahí en donde algunos ven un planchado corriente, él ve calidad estética), Filardi la necesita para completarse.

De una foto tomada en 1938 en el Jardín Zoológico, cuando tenía 10 años, me dice:
-Mirá, fijáte cómo me paraba; ya vestía corbata, ¿ves?
Vení, fijáte, ¿ves esta foto? Es la barra del café. Parábamos en Villa Pueyrredón. Los chicos bailábamos entre hombres…
-¿Usted cómo empezó?
-Fue con un sastre. Me dijo que me iba a regalar un saco. Yo le dije que quería uno cruzado. Ya de chico era compadrito. Trabajaba con este sastre. Planchaba a mano; el planchador tiene que aprender primero a planchar a mano. El éxito de la tintorería está en el planchado, no en la limpieza. En 1943 fui mensajero (del Correo Argentino) y después radiotelegrafista. Vení, mirá, cómo era tu nombre…
-Federico.
Don Filardi agarra un telégrafo y comienza a hacer tiqui tiqui tiqui tiqui tiqui… “¿Escuchaste? Yo repartía telegramas con corbata. En el 55 empecé con una planchita. Iba a inaugurar mi negocio el 16 de junio de 1955, pero explotó la Revolución y tuve que abrirlo el 18. Hacía un frío de la gran puta…
Vení, manejáte como si fuese tu casa, ¿sí pibe…? Vení, mirá: yo corría en bicicleta, fui a un mundial, ¿ves? Vení, leé, ¿qué dice acá? (un póster muestra a un bailarín de tango, Juan Carlos Copes, y una dedicatoria para Filardi). Es un amigo del barrio. ¿La ves? Ella es María Nieves, “Gardel con pollera”. Ahora bailo con Susana Madeo en (la confitería) La Ideal. Un traje lo cobraba 17 pesos. Cuando comencé ya era el tintorero más caro de la Argentina”.

Comienzo a entrar a ese otro mundo que es suyo. Entrar a su casa, un lugar de 400 metros cuadrados (“Yo la levanté con mis propias manos”), escucharlo, es entregarse a la aventura. Hay un amplio hall en el que funcionaba su tintorería, hoy convertido en un salón de baile: por acá estaba la zona de recepción y entrega, por allá la zona de costura, ahí se colgaba la ropa, acá al lado el estacionamiento y garage. Vení, vos que no me creías -me muestra otra foto-, ¿ves? Nosotros hacíamos reparto en camiones Mercedes Benz. Venía acá, mirá las máquinas: bien cuidadas y limpias. Este negocio era una es-pu-mi-ta, ¡un lujo vivo! Aerolíneas me llegó a dar 120 alfombras por día, pero dejé de trabajar con ellos porque no me pagaban nunca. Levanté todo esto con dos planchas. Acá tenía el mini bar, ofrecía whisky o café a los clientes, allá arriba tenía un perfumero que funcionaba cada 15 minutos. Trabajábamos todos trajeados. ¿Ves? Acá estaban los vestuarios; camarín de hombres, camarín de mujeres. Se cambiaban acá y yo les planchaba la ropa.
“¿Querés saber dónde vive Bianchi (Carlos, ex DT de Boca)”, pregunta, al tiempo que busca su agenda, la abre, pasa un par de páginas para luego señalar con su dedo y decir: “Mirá, ¿ves?”. Efectivamente, dice Ortiz de Ocampo…
El asombro queda fugaz cuando trae una revista para mostrarme unos vestidos. “Mirá mi amor, estos vestidos se usaron para la película de Evita (protagonizada por Madona) -son cuatro-, y ¿sabés cuánto cobré? 35.000 pesos”, jura y perjura y se besa la muñeca una, dos, tres veces. “Por mi madre”.
Es mejor verlo como un “loco consciente” que tiene conciencia de que hay libre interpretación de los hechos. “Sólo para exigentes”, consta en su tarjeta/lista de precios. “Un salón para la belleza de sus prendas…”, promete. “Tienda de quitamanchas y planchado… ofrece una nueva alternativa a su distinguida clientela…”. ¿Cuál es esa “nueva alternativa”?. Pensando tal vez que ninguna palabra podía describir lo que él era capaz de hacer, no tuvo otra ocurrencia que inventarla: “Filardice” sus prendas. “En momentos difíciles -aclara-, destacamos un buen servicio de tintorería con una prestación de experiencia y calidad. Quedando a sus gratas órdenes”. Entonces, a la hora de los precios, el “sólo para exigentes”, se entiende: Trajes y Ambos “desde” 48 pesos; Sacos “desde” 28; Pantalón “desde” 25; Sobretodos “desde” 68; Pilotos y Perramos “desde” 98; Tapados “desde” 68; Vestidos “desde 48; Polleras “desde” 20…
Un par de meses antes de este encuentro, yo le había hecho notar la situación económica del país, y él, indignado, se paró, se me acercó y alejó más de una vez, así como más de una vez puso su dedo en la lista de precios para leerla. Y si insistía en que casi nadie podía pagar un precio, que hoy por hoy mandar la ropa a la tintorería era un lujo, levantaba la voz, casi con rabia, se pasaba la mano por la cara, por el pelo, para amagar con irse y luego tranquilizarse. “¿Sabés lo que pasa? El tintorero tradicional, lo que tiene, es la artesanía”.

Su vida parece sacada de un libro, pero ya está hecha libro, aunque editado en italiano (“nadie es profeta en su tierra”, me indica), con el título de “Il maestro di tango”, escrito por Julio D. Vallejos. El único ejemplar que posee Filardi lleva una dedicatoria con la siguiente inscripción: “Alejandro, que te puedo decir. Estoy por momentos contento y otros con una melancolía… Por todos los muchachos que ya no están…”.
El mismo Vallejos también se refirió acerca de las dos pasiones de Filardi. “Como verán, el baile del Tango y la satisfacción por su labor del Planchado, lo llevan a extremos originales. Son algo más que simples ocurrencias dentro de la realidad y el idealismo de dos universos armónicamente unidos”. La frase es simple de entenderla si un lunes a las 16, o un miércoles o sábados a las 15.30, sintoniza en su televisor el canal Satelital Plus para ver el programa El Moldetero. Ahí, Filardi sale bailando para luego tomar su lugar y hacer “exhibiciones con la plancha”.
En efecto, ya a fines de 1960 vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que la pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su arte, pedirle a Pipo Mancera tener un espacio en el programa Sábado Circulares. Tenía todo para explicar lo referente al planchado en una hora y media. “Mancera me pidió tres millones de pesos”, y así se acabó todo. Ahora está preparando una máquina de planchar similar a la de los coches del Turismo Carretera, en la que va a tener publicidades y los nombres de ilustres como Aníbal Troilo, Juan D´Arienzo y otros.

Hace más de 10 años que bajó definitivamente la persiana de su tienda, pero señala que no se va a llevar nada a la tumba, que le enseñó su arte a gente que viajó especialmente desde España, Alemania y otros países (su última alumna fue Irina, una inmigrante de Stalingrado que decidió abrir una tintorería en plena avenida Corrientes, y a la cual le cobró 2000 pesos por 20 clases de 2 horas diarias). No creo que sea un sueño de lo que habla, porque la locura en el sueño no persiste. Más preciso aún, comprender su pensamiento es, hoy, oponerse a la realidad, o, de otro modo, conocer lo complejo de la realidad. Es tener una visión del mundo que se funda en lo que parece; él piensa y habla de lo que debería ser, aunque a veces pareciera que vivimos en un mundo de pareceres. Pero ya algún sabio dijo que la realidad nace de nuestro interior, y que cada uno capta de acuerdo a sus necesidades.

Nunca me abandones


Nacer, crecer, morir, sumados a “donar”, “cuidar” y “completar”, la fórmula que el escritor japonés emplea en su nuevo libro, reflexión sobre la condición humana a través de seres diferentes de la “gente normal del exterior

En febrero del 2004, un científico coreano, Hwang Woo-suk, director del Centro Mundial de Células Madres, anunció que había clonado, por primera vez, embriones humanos para experimentos médicos. Así, la noticia de Hwang recorrió el mundo, ya que, gracias a su descubrimiento, el avance podría ser aplicado a enfermedades incurables, como el sida, el parkinson y la diabetes. Luego, en agosto del 2005, anunció que había logrado clonar un galgo afgano llamado Snuppy. Sin embargo, el 5 de noviembre de ese mismo año, la Policía surcoreana detuvo a un hombre y tres mujeres por haber traficado óvulos ilegalmente. Tres meses después, un colaborador de Hwang admitió que el centro médico en el que se desarrollaban las investigaciones había comprado óvulos a mujeres. Finalmente, el 10 de enero del 2006, la Comisión de la Universidad Nacional de Seúl, encargada de evaluar los experimentos de Hwang, dictaminó que el científico y su equipo habían falsificado los datos en sus investigaciones del 2004 y 2005 sobre célula madre y clonación de embriones humanos, pero sí confirmaron el caso de Snuppy.
Durante el 2005, en Londres, Kazuo Ishiguro, escritor japonés que creció y vive en Inglaterra, presentaba una novela titulada Nunca me abandones, la cual cuenta la historia de Kathy, Ruth y Tommy, unos chicos que fueron juntos a Hailsham, una institución educativa inglesa modelo en su género, un ejemplo “de cómo conseguir un modo mejor y más humano de hacer las cosas”. Como todos los alumnos que allí han concurrido, ellos han crecido escuchando de sus profesores, o “custodios”, que eran “diferentes de la gente normal del exterior”, que eran “especiales”. Son seres de carne y hueso valorados por su creatividad, que disfrutan de los juegos, la amistad, el sexo y el amor; seres alejados del mal y de todo aquello que en Hailsham fuese considerado dañino. Ya adolescentes, sin embargo, dejan el instituto y pasan a un lugar llamado las Cottages, sin “custodios”, cuidándose los unos a los otros, para pasar un “período de aclimatación”, porque ellos son seres que desarrollarán un papel importante en el futuro. Sus vidas están fijadas de antemano: nacen, crecen y mueren, una manera estructuralista de vivir. Lo novedoso, es que Ishiguro agrandó la fórmula para reflexionar acerca de la condición humana, porque ellos también “donan”, “cuidan”y “completan”.
En Nunca me abandones, el escritor, autor de Los restos del día -novela llevada al cine, dirigida por James Ivory y protagonizada por Anthony Hopkins y Emma Thompson-, Los incosolables, Cuando fuimos huérfanos, Pálida luz en las colinas y Un artista del mundo flotante, ubica a sus personajes en ese país, a fines de los 90, y le da la voz a Kathy H., quien, con 31 años, está a punto de culminar con su trabajo de cuidadora. Ella comienza a recordar, porque el trasladarse al pasado le sirve para saber de dónde viene, quién es, un consuelo, quizá, para quien ya imagina cuál es su destino; un acto para quien, lejos de ser una heroína trágica, lo acepta sin rebelarse.
Magistralmente, Ishiguro va manejando los hilos de la historia, dosificando información, revelando, poco a poco, una extrañeza. Claramente da a entender que lo que uno está leyendo no es un relato típico, un simple triángulo amoroso que ocurre en una institución privada inglesa. Kathy, Ruth y Tommy han sido criados en Hailsham, y sí, son seres de carne y hueso que disfrutan de los juegos, la amistad, el sexo y el amor. Pero sus profesores, o “custodios”, les recuerdan que desarrollarán un papel importante en el futuro, que sus vidas están fijadas de antemano. Nacen, crecen y mueren, sí, pero también tendrán que “donar”, “cuidar” y “completar”.

El mundo ha vivido equivocado
La ingenuidad del trío resulta conmovedora, tierna, por momentos; terrorífica, en otros. Han crecido con el consuelo, la esperanza de, llegado el caso de haber extraviado “algo precioso”, ir a “el rincón perdido”, un lugar de Inglaterra llamado Norfolk, a donde iban a parar, justamente, todos los objetos perdidos. El encantamiento aumenta cuando Kathy y Tommy encuentran allí un caset que contiene una canción especial, la número tres: “Nunca me abandones”, tema que ella escuchaba una y otra vez. La tapa mostraba a la intérprete con un cigarrillo encendido, causa por la que Kathy se mostraba sigilosa con la cinta, porque ella, como el resto que ha sido criado en Hailsham, era especial, y fumar era mucho más nocivo para ellos (tampoco tenían libros de Sherlock Holmes en la biblioteca porque los personajes fumaban mucho, según era el rumor). Igual, Kathy, que no solía escuchar con atención toda la letra, aunque sí el estribillo, “Oh, baby, baby… Nunca me abandones”, se imaginaba a una mujer a quien le habían dicho que no podía tener hijos, cosa que deseaba con toda el alma. Pero entonces se produce el milagro, y la mujer tiene un bebé al cual estrecha con fuerza mientras canta: Oh, baby, baby… Nunca me abandones”. Así, un día, Kathy se bambolea en su habitación de Hailsham con los ojos cerrados, cantando suavemente el estribillo al compás de la canción, abrazando contra el pecho una almohada. Pero algo le hace percibir que no está sola. Abre los ojos y se encuentra mirando a la mujer alta, delgada y estirada que se llevaba, misteriosamente, las obras que los alumnos producían. Era Madame, allí, de pie, llorando, observándola a través de la puerta entreabierta. El motivo -según Kathy- era sencillo: los alumnos no podía tener hijos.
Ruth, la mejor amiga de Kathy y novia de Tommy, es quien, ya adolescente, se ha esforzado en olvidar a Hailsham; en crecer, esperanzada con dejar de ser quien debería ser para empezar a ser quien querría ser. Tampoco es una heroína clásica, pero sí queda claro que su destino roza la tragedia, porque también sabe de dónde viene y qué le espera, y sin embargo, curiosa, sale en busca de una fantasía, de su “posible” modelo, es decir, de la persona de cuya imagen y semejanza ha sido hecha: una oficinista que lleva una vida como la que Ruth ha soñado. La “copia”, por el contrario, se le vuelve un revelador espejo en el que, una vez que allí se observa, se despierta desengañada. Por otro lado, Tommy, de quien Kathy ha estado enamorada. Centro de las bromas en Hailsham por ser un cascarrabias, de niño no se ha esforzado en ser creativo; su arte ha sido “una porquería”, y la pintura, la escritura, en teoría, funcionarían como reveladores del interior de uno, del alma de los “alumnos” de la institución. Y el arte, justamente, era uno de los “requisitos” para pedir un “aplazamiento”, algo así como un período de tres o cuatro años para que aquellos que pudiesen probar que realmente están enamorados, puedan disfrutar del amor. Sus especulaciones lo llevan a pensar, ya de grande, que “ha desperdiciado su oportunidad”.
Igualmente, Kathy y Tommy van a la casa de Madame para pedir el “aplazamiento”, aunque a cambio se enteran de que ellos, los de Hailsham, son el contenido de un tubo de ensayo, seres que no podían procrear, pero sí ayudar a extender la vida de otros, y así se lo dice Madame a Kathy, al recordarle aquel encuentro de la almohada. “Lloraba por una razón totalmente diferente. Cuando te vi bailando también vi algo más. Vi un mundo nuevo que se avecinaba velozmente. Más científico, más eficiente. Sí. Con más curas para las antiguas enfermedades. Muy bien. Pero más duro. Más cruel. Y veía a una niña, con los ojos muy cerrados, que apretaba contra su pecho el viejo mundo amable, el suyo, un mundo que ella, en el fondo de su corazón, sabía que no podía durar, y lo estrechaba con fuerza y le rogaba que nunca, nunca la abandonara”.
En Nunca me abandones, la dualidad del mundo es clara. Porque los personajes, que no son lo que parecen, van descubriendo lo utópico de sus proyectos. El final del carnaval creado por Ishiguro llega cuando, uno a uno, comienzan a “donar” sus órganos mientras son “cuidados” por otro ser que también será extirpado, hasta que cada uno alcanza a “completar”, o sea, cuando ya no pueden dar nada más, con lo que sus vidas llega a su fin. La asociación es recurrente desde el siglo XVI, con la obra del escritor francés Francois Rabelais: nacimiento, vida y muerte. El aspecto, aquí, es de fines del siglo XX: clones creados para donar sus órganos a los humanos.
Algunos afirman que la novela pertenece al género de ciencia ficción (quizá, teniendo en cuenta el concepto clásico de denuncia de cierto comportamiento del hombre mediante el uso de los avances científicos y tecnológicos). Pero Nunca me abandones es una novela de ficción que se vale de la ciencia; un relato en el que Ishiguro nos cuenta las vidas, fijadas de antemano, de unos seres que nacen, crecen y mueren. Lo novedoso, es que la fórmula, para reflexionar acerca de la condición humana, incorpora el “donar”, “cuidar”y “completar”, o lo que hacemos y lo que podemos llegar a hacer.

1/11/2006

Japón: texto y pretexto de la mundialización de la cultura



Lo próximo y lo distante, ensayo del sociólogo Renato Ortíz, describe diversos rasgos de la sociedad nipona a través de una variada cantidad de fuentes bibliográficas, con la intención de descifrar al país “exótico” para llegar a comprender un fenómeno, denominado por él mismo, como “Internacionalización popular”.

“A pesar de que los autores (de manga y animé) digan que buscan inspiración en el pasado lejano (Kojiki, corte Heian, samurais), los héroes ya no tienen nada de «auténticamente» japonés sino que, al igual que Batman, Superman y Mandrake, son tipos ideales que habitan un imaginario colectivo mundializado”. La cita pertenece a Renato Ortiz, sociólogo y antropólogo brasileño, y está incluida en Lo próximo y lo distante: Japón y la modernidad-mundo.
Citas bibliográficas, datos y observaciones de la sociedad japonesa tienden, a lo largo del libro, a “desmitificar” un país que –asegura Ortiz- “identificamos con la noción de otro, una civilización lejana, radicalmente diferente de nosotros”. Pero, principalmente, y tal como aclaró en octubre pasado en Buenos Aires, el autor de Mundialización y cultura y Modernidad y espacio, entre otros, se propone “construir un objeto sociológico, como un artificio que permite captar el proceso de mundialización de la cultura (Ortiz utiliza el término “mundialización” cuando trata la problemática cultural, reservando la idea de “globalización” para la esfera económica).
Así, en un principio, en Lo próximo y lo distante, aclara que considera a Japón como texto y pretexto. “No me sitúo «desde» Japón, ni procuro comprender las múltiples facetas de la sociedad japonesa en su totalidad. Parto del principio de que el movimiento de globalización penetra en los distintos países del mundo y fijo una mirada analítica en el interior de la modernidad-mundo”.
El autor, nacido en San Pablo en 1947 y graduado en la Universidad de Paris VIII y doctorado en sociología y antropología en la École des Hautes Études, sostiene que “una de las transformaciones profundas de las sociedades contemporáneas se relaciona con la noción de espacio”, sabiendo que, tradicionalmente, éste se circunscribía a fronteras bien establecidas; la tribu, la ciudad-Estado, el imperio, la nación. “El proceso de desterritorialización –señala Ortiz-, y su movimiento complementario de reterritorialización, nos abre la posibilidad de pensar especialidades desencajadas de su territorio físico”. Un ejemplo sería el viajar. “Creemos que es siempre un recorrido entre lugares discontinuos, y por eso decimos viajar al exterior. En principio estaríamos saliendo de un interior, de un espacio familiar, para dirigirnos a otro sitio, extraño, diferente de aquel del que partimos. Esta manera de comprender las cosas se transforma con el proceso de mundialización. Ahora las distancias se acortan y muchas de las fronteras existentes se borran. En rigor, deberíamos decir: no hay un viaje hacia el exterior, sino una dislocación en las espacialidades de la modernidad-mundo”.
Con estos conceptos, este libro –dice su autor- parte de un supuesto: “En la perspectiva aquí adoptada Japón no es un país «exótico», «distante», «oriental». Mi mirada desterritorializada quiere aprehenderlo como «vecino», «próximo», es decir, como parte de la modernidad-mundo. Viajar a Japón no significa conocer «otro mundo», como creían los románticos, sino dislocarse en el interior de un continuum espacial diferenciado”.

Una lengua franca
“Algunos intelectuales dirán que el interés que actualmente los extranjeros tienen por la lengua japonesa indica que Japón estaría emergiendo como un importante centro civilizatorio. Ante los avances tecnológicos conquistados, ésta se estaría convirtiendo en una lengua franca, un idioma sin fronteras. Dejo de lado este optimismo nada ingenuo, pues en el fondo destila una jactancia nacionalista mal disfrazada. Importa entender que la imagen del país se modifica para los japoneses y para quienes lo ven desde el exterior (…). En la década de los ´90, la imagen de Japón no es ya tan sólo económica. Sushi, sashimi y karaoke son ahora símbolos tan buenos como Honda y Mitsubishi. Son parte del flujo externo de la cultura japonesa.

Entretenimiento
“Madonna no es norteamericana en la misma medida en que Doraemon ya no es japonés. Nos encontramos ante una cultura «internacional-popular» que trasciende sus orígenes autóctonos (…). El ejemplo del karaoké es sugestivo. A primera vista, tiene todo para ser considerado auténticamente japonés (…). En su formato de entretenimiento, la «orquesta vacía» pudo difundirse en China, en Corea del Sur y en Tailandia, adaptándose a la música local y a las preferencias individuales. Difusión impulsada por las fábricas de aparatos electrónicos, cuyo objetivo es ver sus productos consumidos a gran escala”.

Japonización del mundo del trabajo
“Tendríamos, en este caso, la ´exportación´ de técnicas de administración y gestión (control de calidad, just-in-time) probadas y descubiertas por los japoneses. Como dice Benjamin Coriat, se formó una verdadera escuela japonesa de gestión y producción, distinta de la escuela clásica norteamericana (Taylor y Ford), cuyas consecuencias traspasan las fronteras nacionales´. De allí, toda la discusión entre los sociólogos del trabajo alrededor de la existencia o no de un «modelo japonés», o entre los administradores de empresa, sobre un management típicamente japonés. Este movimiento no se restringe a la esfera económica. Diversos autores destacan la existencia de una «exportación cultural», desde técnicas de combate (judo, aikido, kendo) hasta elementos más recientes como karaoke, manga, videojuegos”.

1/09/2006

Desear, amar matar y comer



Práctica universal, ficción y realidad, la antropofagia, según fundamentos biológicos, es una tendencia natural en la que el más fuerte se come al más débil. Comúnmente vinculada con el hambre, los ritos, el poder, y la venganza, un nuevo motivo fue el que surgió en junio de 1981, cuando un estudiante japonés mató, por amor, en París, a una artista holandesa y devoró una parte de su cuerpo.


Ya nadie muere por amor, se dice descreídamente. Sí, en cambio, un hombre puede matar a puñaladas a su esposa, devorarle la carne de la cara y luego morir asfixiado. Tragicómico, el hecho ocurrió a mediados de junio en Sudáfrica y vuelve sobre un acto de la naturaleza humana: la antropofagia (antropos, “hombre”; phagein, “comer”, “nutrirse”). Tópico universal ligado al hambre, los ritos, el poder, y la venganza, tanto la realidad ha alimentado a la ficción como, en muchos casos, la ficción se ha devorado a la realidad.
Momotaro, el niño durazno, considerado como uno de los cuentos tradicionales del Japón, bien podría no haber existido si la anciana que encontró el enorme durazno flotando sobre el río lo hubiese cortado y comido; el relato, se sabe, tiene otro final. La mitología japonesa, sin embargo, sí conoce de fantasmas hambrientos: los gakis, cuyo vientre hinchado y ancha boca simbolizan el hambre nunca saciado, y la enseñanza de que todo ser humano lleno de gula o ávido de riquezas se asemeja a uno de estos fantasmas. Más aún, la tradición refiere un suceso de vampirismo, cuando un hombre y su mujer que se hospedan en el Palacio de Kawara. Luego de algunos días, alguien, imprevistamente, se apodera de la mujer y la lleva al otro lado de la habitación. Al anochecer, y ya con la ayuda de los vecinos, el hombre derriba la puerta, enciende la luz y avanza hacia el interior. “Allí estaba la esposa, muerta y colgada de una pértiga sin una gota de sangre, sin rastros de la más pequeña herida.
Pero partiendo desde la Edad Antigua, y desde una concepción clave como el poder, ya el hombre victorioso de una batalla se comía a su enemigo creyendo que se nutriría con su fuerza. En la mitología griega, Cronos (divinidad del tiempo), hijo de Gea (la tierra) y Urano (el cielo), por pedido de su madre libera a los cíclopes y demás criaturas fantásticas que estaban prisioneras, por orden de su padre. El mismo Cronos castra a su padre con una hoz e inmediatamente asume el poder, aunque la creencia de que sus hijos van a derrocarlo, sin embargo, se apodera de él, y es así como termina devorándolos ni bien nacen.
En la Biblia, (Segundo libro de los Reyes, capítulo sexto, versículos 28-29), se relata el encuentro del rey de Israel con una mujer, la cual, ante la pregunta ¿qué quieres?, responde: “Esta mujer me dijo: Trae a tu hijo; lo comeremos hoy, y mañana comeremos el mío. Entonces cocinamos a mi hijo y lo comimos. Al día siguiente, yo le dije: Trae a tu hijo para que lo comamos. Pero ella lo había escondido”. Cristo, a su vez, es “el pan de la vida”, el alimento del alma; él es el Cordero que se entrega para redimir los pecados del hombre.
La Edad Media, período en el que los europeos sufrieron las invasiones bárbaras, la peste negra, la guerra de los cien años, le sirve a Dante Alighieri para que, en uno de los cantos de La Divina Comedia, recree la leyenda de Ugolino, conde que debió recluirse en una cárcel junto a dos de sus hijos y dos nietos, cuando en 1288 los gibelinos se revelaron contra su dominio. Se especula con que el conde logró sobrevivir con la carne de sus descendientes. Otra figura de las letras italianas, Giovanni Boccaccio, relata en la novena novela del Decamerón el tema de la antropofagia, ya no por hambre sino por venganza: Guiglielmo de Rosellón mata a Guiglielmo Guardastagno, entrañable amigo y amante de su esposa, le saca el corazón, y se lo da de comer a su mujer.
De la brutalidad, las traiciones por poder y el canibalismo se sirve William Shakespeare en Titus Andronicus, nombre de un general romano que regresa de la guerra con Tamora, mujer de la realeza goda, y a quien, por estar establecido en la ley romana, se le debe sacrificar al hijo mayor. La venganza de una dispara la venganza del otro: Titus mata a los hijos de Tamora y se los sirve en una comida.
Más inocente -así se lo suele interpretar- y cercano es el clásico cuento de Jakob y Whilhelm Grimm: Hansel y Grettel. Al querer volver a su casa, los niños se topan con una casa hecha de dulces, propiedad de una anciana, quien los aprisiona con el objetivo de engordarlos y, como era su costumbre, prepararse un gran banquete.
Actos así los hubo en África (por hambre y como parte de ritos), y en la zona del Río de La Plata. Ulrico Schmidl, cronista autor de Viaje al Río de La Plata (1536), escribió un incidente en el que “un español se comió a su propio hermano que había muerto”. Los detalles, parte de la ficción, los da Manuel Mujica Lainez en su cuento El hambre: “(…) al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse (…)”.
Caníbal, asimismo, deriva de la deformación de “caribe”, tribu de aborígenes mesoamericanos confundidos por los conquistadores de América con los nativos del Gran Khan, quienes eran vinculados con actos de antropofagia.

Una “expresión de amor”
Ya nadie muere por amor, se dice descreídamente. Sí en la semana de la dulzura se regalan corazones de dulce de leche, corazoncitos Doryns; en las conversaciones populares se usan frases como “me la/o comería/o a besos” (o cruda, o viva, según los gustos, las costumbres), y con las íntimas… la lista podría seguir. Sí un estudiante japonés puede matar por amor a una joven artista holandesa, y luego filetear y saborearla.
Él medía 150 centímetros, sus manos y pies eran “pequeños”, y su voz se asemejaba a la de una mujer. Ella era alta, rubia; tenía 25 años, hablaba tres idiomas y estudiaba con el objetivo de lograr un Ph.D. en Literatura Francesa. Él, con el corazón abierto de par en par, se sentó a su lado en una clase y luego, durante días, no pudo dejar de pensar en la piel blanca de sus brazos. Pero el amor se le reveló como el fracaso de toda ilusión posesiva, y así, en París, en 1981, Issei Sagawa asesinó a la joven, a quien había invitado a cenar. Después de descuartizarla pasó tres días ingiriendo diferentes partes del cuerpo. Hasta aquí coinciden todas las crónicas; luego, la Literatura, la música y el propio Sagawa se encargaron de completar la historia.
Inspirados por Sagawa, los Rolling Stones compusieron “Too much blood” (Demasiada sangre), incluido en Udercover, disco de 1983. Allí, el “amigo japonés” le corta la cabeza a su novia, pone el resto del cuerpo en la heladera y se la come a pedazos. La versión más conocida de este suceso es la que escribió Juro Kara, La carta de Sagawa, título dado a conocer en 1983 y distinguido con el Premio Akutagawa, la más alta distinción literaria de Japón. Apoyándose en lo sucedido, Kara deja ver la fantasía del blanco para los japoneses, “de la búsqueda de la raíz de la atracción por la mujer extranjera, por la piel blanca, a través de las generaciones anteriores, desde los tiempos de Shiro Amakusa (caudillo de los cristianos que se reveló contra el Shogunato, en 1637), hasta la época en que Perry (Matthew, comandante norteamericano que en 1853 logró que los japoneses abrieran sus puertos) desembarcó en Japón”.
El propio Sagawa, según la carta que se publica al final del libro de Kara, y que se la envió mientras estaba en la cárcel de Santé, le comenta su deseo de convertir el suceso en una película (también quería ser el protagonista), la cual “había pensado hace tiempo”, y que había titulado La adoración. “Un oriental (más exactamente un japonés) adora a una mujer occidental hasta el punto de matarla y comer su carne -dice-. Por una parte es la expresión de una tendencia ancestral, de un deseo, que mantiene Japón con respecto a Occidente; pero al mismo tiempo es la expresión de un extraño impulso que se oculta en mí mismo y que quiero expresar”. La película, hasta el momento, no se ha filmado, aunque Sagawa, que pasó tres años en un hospital de París (luego fue trasladado a Tokio, donde lo declararon mentalmente sano), editó un libro, En la niebla (Kiri no naka), tuvo sus treinta segundos fama por televisión y hasta escribió columnas para los diarios.
En la carta, Sagawa recuerda el incidente de los rugbiers uruguayos (13 de octubre de 1972), y dice que “se podría seguir la evolución de los diferentes tipos de canibalismo; el impuesto por la necesidad absoluta se altera poco a poco para ser sustituido por aquel que no tiene otra justificación que comer por gusto. También he imaginado un restaurante de carne humana, para tratarlo de modo humorístico; las muchachas que entran en él por la puerta de delante, salen por detrás convertidas en bistec”.
“Y es que el amor espera siempre / que el mismo objeto que encendió la llama / que lo devora, sea capaz de sofocarla. / Pero no es así. Cuanto más poseemos, / más arde nuestro pecho y más se consume. // (…) Todo, empero, es inútil, vano esfuerzo, / porque no pueden (los amantes) robar nada de ese cuerpo, / única cosa que en verdad desean (…), escribió Lucrecio, citado por el escritor argentino Santiago Kovadloff en El silencio primordial. Si Sagawa, por su goce desmedido, por la carne inaccesible, ha llegado hasta donde la comprensión racional no sabe hacerlo, su impotencia, su sufrimiento por la imposibilidad de poseer a la “amada”, a la “deseada”, le han hecho decir: “Comer a esta chica fue una expresión de amor. Quería sentir en mí la existencia de una persona que amo”.

* Gracias Jime, Martín y Lore

1/04/2006

Paródico y nostálgico relato del exilio de Esteban Echeverría



Un tiempo, un espacio y sobretodo un suceso de la Historia con un «personaje» como Esteban Echeverría, podrían ser los elementos para construir una novela histórica. Y así lo hizo Martín Kohan, escritor, profesor de Teoría Literaria y colaborador en diversos medios periodísticos y culturales. Ya en su segunda novela, El informe (1997), Kohan había recurrido a José de San Martín, y en Dos veces junio (2002) se valió de la última dictadura militar como telón de fondo. Entre éstas dos publicó Los cautivos (2000), subtitulada «El exilio de Esteban Echeverría». De esta manera, el escritor nacido en Buenos Aires en 1967, parecía haber quedado categorizado bajo la etiqueta de «novelista histórico». En más de una oportunidad, sin embargo, Kohan ha señalado que en sus escritos pretende trabajar ciertos mitos de la «argentinidad», como los fervores de lo nacional y sus héroes, tales los casos, según ha dicho, de San Martín y de Echeverría. Es en ese sentido en el que el escritor ficcionaliza un hecho de una versión de la Historia -como se suele decir- oficial.
En Los cautivos, si uno se remite al subtítulo, inmediatamente puede imaginarse al romántico de las letras argentinas en una etapa cercana a 1840, con su retiro en la estancia Los Talas, la persecución de Juan Manuel de Rosas, y su posterior fuga a Colonia y expatriación en Montevideo.
Estructuralmente, la novela se divide en tres partes, cada una de las cuales se diferencian entre sí por el tono narrativo: un primer momento cómico, un segundo melancólico y, finalmente, un epílogo. En todos los casos, Kohan trabaja, principalmente, sobre una función: la ausencia.
En el comienzo es “la peonada” de la estancia Los Talas la que aguarda ansiosa la llegada del patrón. Son seres “rústicos”, “brutos” que, de tan ociosos, pueden jugar a adivinar el pensamiento del otro y comenzar una guerra de “agüita blanca y espumosa”, como lo son los escupitajos que se propinan entre sí. También están las paisanas, mujeres a las cuales, por carecer de apellido, se les antepone el artículo La al nombre propio. En su conjunto, “los paisanos”, que, como los perros y los caballos son parte de la llanura de la pampa, acompañan con eructos, ronquidos y flatulencias, el croar de las ranas, el vuelo de las moscas, el canto del gallo, los grillos y las chicharras. A través de estas relaciones, aunque con otro sentido al de Esteban Echeverría y La cautiva, bien podría afirmarse que Kohan se ha acercado al paisaje, paródicamente, para el «fomento de nuestra literatura», y que muestra, de igual modo, el choque entre civilización y barbarie.
Hay, empero, una muchacha, La Luciana, a quien se le presenta la oportunidad de ser lo que no es, de acercarse a lo prohibido, gracias a la llegada de un extraño que se esconde en la casa del patrón. En noches sucesivas, ella va a conocer un sentimiento distinto al que le profesaba su padre cuando le decía «venga m´ hijita, venga para acá, siéntese acá», y La Luciana, ya sabiendo, alzaba su falda y se sentaba. Es en la casa del patrón, en donde ella va a echar la cabeza hacia atrás, dejando “llover” su pelo largo y frondoso, y levantándose la pollera; y es él, Esteban Echeverría, el que va a hundir su cara en el cuello y en el pecho de ella hasta que sus siluetas se confundan y parezcan volverse una. Ella, luego de haber compartido su tiempo con él, va a ser capaz de señalar “un objeto” y decir “eso es un cartel”; de pasar a ver “simples rayas, simples dibujitos”, a observar palabras, y a perturbar al resto de la peonada al decirles que aprendió a leer.
Claro que la data histórica está presente. Son tiempos de exclamaciones del tipo “¡viva la Santa Federación!”, “¡mueran los asquerosos, impíos, salvajes unitarios!”, y el hombre que ha enseñado a leer es acusado de unitario y debe huir. Y así como María, la heroína de Echeverría que rescata a su amado y reafirma los valores de la «civilización», La Luciana, en este drama de frontera, va a ser capaz de alejarse de la salvaje naturaleza, guiada por sus sentimientos, porque el destierro, político para él, es el exilio, por amor, para ella.
A esas alturas, el narrador, omnisciente, ha instaurado un presente: las horas finales de la noche del 14 de julio de 1841 y las primeras del día siguiente. Es el ahora y el efecto de realidad, y las calles de Colonia del Sacramento las que se ven reforzados por los anales de la Historia, aquella que jamás le daría voz a una joven prostituta como Estela Bianco, por quien “no haya viajero o visitante que no se rinda ante ella”. Es que sus mentiras se contraponen a la verdad contada en los libros, no de ficción, y la verdad, para quien ahora es Luciana sin el artículo antepuesto, es la que Estela le cuenta esa noche. Las dos lloran por un hombre, ausente -como a lo largo de toda la novela-, “de cabellos revueltos, ojos oscuros y ardientes, (y) largo rostro pálido”; una, además, porque no sabe bien qué va a ser de su vida; otra, porque sí sabe. Ambas, sin ser presas de guerra, sin ser cristianas encerradas por infieles, viven, de una u otra manera, su propio cautiverio.
Como recurso, la ausencia del autor de El matadero le sirve a Kohan para trabajar un juego de espejos, en el que una y otra, aunque el narrador nos diga que «no se parecen en nada», se miran, se palpan, se abrazan, se huelen, y «perciben lo mismo, piensan lo mismo»: una boca besada por Esteban Echeverría.
Ya en el epílogo, Kohan toma como epígrafe una cita del poeta romántico: «Porque nada es más inútil que la historia, si no se busca en ella enseñanza y moralidad». Jugando y apoyándose a la vez en la Historia, el relato refiere la extraña suerte que corrieron los tres protagonistas, principalmente la de Echeverría, quien, como se sabe, murió en el exilio el 19 de enero de 1851. Y bien señala el narrador, ya sin paradojas, que «el destierro fue total»: no pudo retornar a la Argentina en vida y tampoco ya muerto; su cadáver, hasta la fecha (el 2 de septiembre se cumplió el bicentenario de su nacimiento), nunca fue encontrado.