1/11/2006

Japón: texto y pretexto de la mundialización de la cultura



Lo próximo y lo distante, ensayo del sociólogo Renato Ortíz, describe diversos rasgos de la sociedad nipona a través de una variada cantidad de fuentes bibliográficas, con la intención de descifrar al país “exótico” para llegar a comprender un fenómeno, denominado por él mismo, como “Internacionalización popular”.

“A pesar de que los autores (de manga y animé) digan que buscan inspiración en el pasado lejano (Kojiki, corte Heian, samurais), los héroes ya no tienen nada de «auténticamente» japonés sino que, al igual que Batman, Superman y Mandrake, son tipos ideales que habitan un imaginario colectivo mundializado”. La cita pertenece a Renato Ortiz, sociólogo y antropólogo brasileño, y está incluida en Lo próximo y lo distante: Japón y la modernidad-mundo.
Citas bibliográficas, datos y observaciones de la sociedad japonesa tienden, a lo largo del libro, a “desmitificar” un país que –asegura Ortiz- “identificamos con la noción de otro, una civilización lejana, radicalmente diferente de nosotros”. Pero, principalmente, y tal como aclaró en octubre pasado en Buenos Aires, el autor de Mundialización y cultura y Modernidad y espacio, entre otros, se propone “construir un objeto sociológico, como un artificio que permite captar el proceso de mundialización de la cultura (Ortiz utiliza el término “mundialización” cuando trata la problemática cultural, reservando la idea de “globalización” para la esfera económica).
Así, en un principio, en Lo próximo y lo distante, aclara que considera a Japón como texto y pretexto. “No me sitúo «desde» Japón, ni procuro comprender las múltiples facetas de la sociedad japonesa en su totalidad. Parto del principio de que el movimiento de globalización penetra en los distintos países del mundo y fijo una mirada analítica en el interior de la modernidad-mundo”.
El autor, nacido en San Pablo en 1947 y graduado en la Universidad de Paris VIII y doctorado en sociología y antropología en la École des Hautes Études, sostiene que “una de las transformaciones profundas de las sociedades contemporáneas se relaciona con la noción de espacio”, sabiendo que, tradicionalmente, éste se circunscribía a fronteras bien establecidas; la tribu, la ciudad-Estado, el imperio, la nación. “El proceso de desterritorialización –señala Ortiz-, y su movimiento complementario de reterritorialización, nos abre la posibilidad de pensar especialidades desencajadas de su territorio físico”. Un ejemplo sería el viajar. “Creemos que es siempre un recorrido entre lugares discontinuos, y por eso decimos viajar al exterior. En principio estaríamos saliendo de un interior, de un espacio familiar, para dirigirnos a otro sitio, extraño, diferente de aquel del que partimos. Esta manera de comprender las cosas se transforma con el proceso de mundialización. Ahora las distancias se acortan y muchas de las fronteras existentes se borran. En rigor, deberíamos decir: no hay un viaje hacia el exterior, sino una dislocación en las espacialidades de la modernidad-mundo”.
Con estos conceptos, este libro –dice su autor- parte de un supuesto: “En la perspectiva aquí adoptada Japón no es un país «exótico», «distante», «oriental». Mi mirada desterritorializada quiere aprehenderlo como «vecino», «próximo», es decir, como parte de la modernidad-mundo. Viajar a Japón no significa conocer «otro mundo», como creían los románticos, sino dislocarse en el interior de un continuum espacial diferenciado”.

Una lengua franca
“Algunos intelectuales dirán que el interés que actualmente los extranjeros tienen por la lengua japonesa indica que Japón estaría emergiendo como un importante centro civilizatorio. Ante los avances tecnológicos conquistados, ésta se estaría convirtiendo en una lengua franca, un idioma sin fronteras. Dejo de lado este optimismo nada ingenuo, pues en el fondo destila una jactancia nacionalista mal disfrazada. Importa entender que la imagen del país se modifica para los japoneses y para quienes lo ven desde el exterior (…). En la década de los ´90, la imagen de Japón no es ya tan sólo económica. Sushi, sashimi y karaoke son ahora símbolos tan buenos como Honda y Mitsubishi. Son parte del flujo externo de la cultura japonesa.

Entretenimiento
“Madonna no es norteamericana en la misma medida en que Doraemon ya no es japonés. Nos encontramos ante una cultura «internacional-popular» que trasciende sus orígenes autóctonos (…). El ejemplo del karaoké es sugestivo. A primera vista, tiene todo para ser considerado auténticamente japonés (…). En su formato de entretenimiento, la «orquesta vacía» pudo difundirse en China, en Corea del Sur y en Tailandia, adaptándose a la música local y a las preferencias individuales. Difusión impulsada por las fábricas de aparatos electrónicos, cuyo objetivo es ver sus productos consumidos a gran escala”.

Japonización del mundo del trabajo
“Tendríamos, en este caso, la ´exportación´ de técnicas de administración y gestión (control de calidad, just-in-time) probadas y descubiertas por los japoneses. Como dice Benjamin Coriat, se formó una verdadera escuela japonesa de gestión y producción, distinta de la escuela clásica norteamericana (Taylor y Ford), cuyas consecuencias traspasan las fronteras nacionales´. De allí, toda la discusión entre los sociólogos del trabajo alrededor de la existencia o no de un «modelo japonés», o entre los administradores de empresa, sobre un management típicamente japonés. Este movimiento no se restringe a la esfera económica. Diversos autores destacan la existencia de una «exportación cultural», desde técnicas de combate (judo, aikido, kendo) hasta elementos más recientes como karaoke, manga, videojuegos”.

1/09/2006

Desear, amar matar y comer



Práctica universal, ficción y realidad, la antropofagia, según fundamentos biológicos, es una tendencia natural en la que el más fuerte se come al más débil. Comúnmente vinculada con el hambre, los ritos, el poder, y la venganza, un nuevo motivo fue el que surgió en junio de 1981, cuando un estudiante japonés mató, por amor, en París, a una artista holandesa y devoró una parte de su cuerpo.


Ya nadie muere por amor, se dice descreídamente. Sí, en cambio, un hombre puede matar a puñaladas a su esposa, devorarle la carne de la cara y luego morir asfixiado. Tragicómico, el hecho ocurrió a mediados de junio en Sudáfrica y vuelve sobre un acto de la naturaleza humana: la antropofagia (antropos, “hombre”; phagein, “comer”, “nutrirse”). Tópico universal ligado al hambre, los ritos, el poder, y la venganza, tanto la realidad ha alimentado a la ficción como, en muchos casos, la ficción se ha devorado a la realidad.
Momotaro, el niño durazno, considerado como uno de los cuentos tradicionales del Japón, bien podría no haber existido si la anciana que encontró el enorme durazno flotando sobre el río lo hubiese cortado y comido; el relato, se sabe, tiene otro final. La mitología japonesa, sin embargo, sí conoce de fantasmas hambrientos: los gakis, cuyo vientre hinchado y ancha boca simbolizan el hambre nunca saciado, y la enseñanza de que todo ser humano lleno de gula o ávido de riquezas se asemeja a uno de estos fantasmas. Más aún, la tradición refiere un suceso de vampirismo, cuando un hombre y su mujer que se hospedan en el Palacio de Kawara. Luego de algunos días, alguien, imprevistamente, se apodera de la mujer y la lleva al otro lado de la habitación. Al anochecer, y ya con la ayuda de los vecinos, el hombre derriba la puerta, enciende la luz y avanza hacia el interior. “Allí estaba la esposa, muerta y colgada de una pértiga sin una gota de sangre, sin rastros de la más pequeña herida.
Pero partiendo desde la Edad Antigua, y desde una concepción clave como el poder, ya el hombre victorioso de una batalla se comía a su enemigo creyendo que se nutriría con su fuerza. En la mitología griega, Cronos (divinidad del tiempo), hijo de Gea (la tierra) y Urano (el cielo), por pedido de su madre libera a los cíclopes y demás criaturas fantásticas que estaban prisioneras, por orden de su padre. El mismo Cronos castra a su padre con una hoz e inmediatamente asume el poder, aunque la creencia de que sus hijos van a derrocarlo, sin embargo, se apodera de él, y es así como termina devorándolos ni bien nacen.
En la Biblia, (Segundo libro de los Reyes, capítulo sexto, versículos 28-29), se relata el encuentro del rey de Israel con una mujer, la cual, ante la pregunta ¿qué quieres?, responde: “Esta mujer me dijo: Trae a tu hijo; lo comeremos hoy, y mañana comeremos el mío. Entonces cocinamos a mi hijo y lo comimos. Al día siguiente, yo le dije: Trae a tu hijo para que lo comamos. Pero ella lo había escondido”. Cristo, a su vez, es “el pan de la vida”, el alimento del alma; él es el Cordero que se entrega para redimir los pecados del hombre.
La Edad Media, período en el que los europeos sufrieron las invasiones bárbaras, la peste negra, la guerra de los cien años, le sirve a Dante Alighieri para que, en uno de los cantos de La Divina Comedia, recree la leyenda de Ugolino, conde que debió recluirse en una cárcel junto a dos de sus hijos y dos nietos, cuando en 1288 los gibelinos se revelaron contra su dominio. Se especula con que el conde logró sobrevivir con la carne de sus descendientes. Otra figura de las letras italianas, Giovanni Boccaccio, relata en la novena novela del Decamerón el tema de la antropofagia, ya no por hambre sino por venganza: Guiglielmo de Rosellón mata a Guiglielmo Guardastagno, entrañable amigo y amante de su esposa, le saca el corazón, y se lo da de comer a su mujer.
De la brutalidad, las traiciones por poder y el canibalismo se sirve William Shakespeare en Titus Andronicus, nombre de un general romano que regresa de la guerra con Tamora, mujer de la realeza goda, y a quien, por estar establecido en la ley romana, se le debe sacrificar al hijo mayor. La venganza de una dispara la venganza del otro: Titus mata a los hijos de Tamora y se los sirve en una comida.
Más inocente -así se lo suele interpretar- y cercano es el clásico cuento de Jakob y Whilhelm Grimm: Hansel y Grettel. Al querer volver a su casa, los niños se topan con una casa hecha de dulces, propiedad de una anciana, quien los aprisiona con el objetivo de engordarlos y, como era su costumbre, prepararse un gran banquete.
Actos así los hubo en África (por hambre y como parte de ritos), y en la zona del Río de La Plata. Ulrico Schmidl, cronista autor de Viaje al Río de La Plata (1536), escribió un incidente en el que “un español se comió a su propio hermano que había muerto”. Los detalles, parte de la ficción, los da Manuel Mujica Lainez en su cuento El hambre: “(…) al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse (…)”.
Caníbal, asimismo, deriva de la deformación de “caribe”, tribu de aborígenes mesoamericanos confundidos por los conquistadores de América con los nativos del Gran Khan, quienes eran vinculados con actos de antropofagia.

Una “expresión de amor”
Ya nadie muere por amor, se dice descreídamente. Sí en la semana de la dulzura se regalan corazones de dulce de leche, corazoncitos Doryns; en las conversaciones populares se usan frases como “me la/o comería/o a besos” (o cruda, o viva, según los gustos, las costumbres), y con las íntimas… la lista podría seguir. Sí un estudiante japonés puede matar por amor a una joven artista holandesa, y luego filetear y saborearla.
Él medía 150 centímetros, sus manos y pies eran “pequeños”, y su voz se asemejaba a la de una mujer. Ella era alta, rubia; tenía 25 años, hablaba tres idiomas y estudiaba con el objetivo de lograr un Ph.D. en Literatura Francesa. Él, con el corazón abierto de par en par, se sentó a su lado en una clase y luego, durante días, no pudo dejar de pensar en la piel blanca de sus brazos. Pero el amor se le reveló como el fracaso de toda ilusión posesiva, y así, en París, en 1981, Issei Sagawa asesinó a la joven, a quien había invitado a cenar. Después de descuartizarla pasó tres días ingiriendo diferentes partes del cuerpo. Hasta aquí coinciden todas las crónicas; luego, la Literatura, la música y el propio Sagawa se encargaron de completar la historia.
Inspirados por Sagawa, los Rolling Stones compusieron “Too much blood” (Demasiada sangre), incluido en Udercover, disco de 1983. Allí, el “amigo japonés” le corta la cabeza a su novia, pone el resto del cuerpo en la heladera y se la come a pedazos. La versión más conocida de este suceso es la que escribió Juro Kara, La carta de Sagawa, título dado a conocer en 1983 y distinguido con el Premio Akutagawa, la más alta distinción literaria de Japón. Apoyándose en lo sucedido, Kara deja ver la fantasía del blanco para los japoneses, “de la búsqueda de la raíz de la atracción por la mujer extranjera, por la piel blanca, a través de las generaciones anteriores, desde los tiempos de Shiro Amakusa (caudillo de los cristianos que se reveló contra el Shogunato, en 1637), hasta la época en que Perry (Matthew, comandante norteamericano que en 1853 logró que los japoneses abrieran sus puertos) desembarcó en Japón”.
El propio Sagawa, según la carta que se publica al final del libro de Kara, y que se la envió mientras estaba en la cárcel de Santé, le comenta su deseo de convertir el suceso en una película (también quería ser el protagonista), la cual “había pensado hace tiempo”, y que había titulado La adoración. “Un oriental (más exactamente un japonés) adora a una mujer occidental hasta el punto de matarla y comer su carne -dice-. Por una parte es la expresión de una tendencia ancestral, de un deseo, que mantiene Japón con respecto a Occidente; pero al mismo tiempo es la expresión de un extraño impulso que se oculta en mí mismo y que quiero expresar”. La película, hasta el momento, no se ha filmado, aunque Sagawa, que pasó tres años en un hospital de París (luego fue trasladado a Tokio, donde lo declararon mentalmente sano), editó un libro, En la niebla (Kiri no naka), tuvo sus treinta segundos fama por televisión y hasta escribió columnas para los diarios.
En la carta, Sagawa recuerda el incidente de los rugbiers uruguayos (13 de octubre de 1972), y dice que “se podría seguir la evolución de los diferentes tipos de canibalismo; el impuesto por la necesidad absoluta se altera poco a poco para ser sustituido por aquel que no tiene otra justificación que comer por gusto. También he imaginado un restaurante de carne humana, para tratarlo de modo humorístico; las muchachas que entran en él por la puerta de delante, salen por detrás convertidas en bistec”.
“Y es que el amor espera siempre / que el mismo objeto que encendió la llama / que lo devora, sea capaz de sofocarla. / Pero no es así. Cuanto más poseemos, / más arde nuestro pecho y más se consume. // (…) Todo, empero, es inútil, vano esfuerzo, / porque no pueden (los amantes) robar nada de ese cuerpo, / única cosa que en verdad desean (…), escribió Lucrecio, citado por el escritor argentino Santiago Kovadloff en El silencio primordial. Si Sagawa, por su goce desmedido, por la carne inaccesible, ha llegado hasta donde la comprensión racional no sabe hacerlo, su impotencia, su sufrimiento por la imposibilidad de poseer a la “amada”, a la “deseada”, le han hecho decir: “Comer a esta chica fue una expresión de amor. Quería sentir en mí la existencia de una persona que amo”.

* Gracias Jime, Martín y Lore

1/04/2006

Paródico y nostálgico relato del exilio de Esteban Echeverría



Un tiempo, un espacio y sobretodo un suceso de la Historia con un «personaje» como Esteban Echeverría, podrían ser los elementos para construir una novela histórica. Y así lo hizo Martín Kohan, escritor, profesor de Teoría Literaria y colaborador en diversos medios periodísticos y culturales. Ya en su segunda novela, El informe (1997), Kohan había recurrido a José de San Martín, y en Dos veces junio (2002) se valió de la última dictadura militar como telón de fondo. Entre éstas dos publicó Los cautivos (2000), subtitulada «El exilio de Esteban Echeverría». De esta manera, el escritor nacido en Buenos Aires en 1967, parecía haber quedado categorizado bajo la etiqueta de «novelista histórico». En más de una oportunidad, sin embargo, Kohan ha señalado que en sus escritos pretende trabajar ciertos mitos de la «argentinidad», como los fervores de lo nacional y sus héroes, tales los casos, según ha dicho, de San Martín y de Echeverría. Es en ese sentido en el que el escritor ficcionaliza un hecho de una versión de la Historia -como se suele decir- oficial.
En Los cautivos, si uno se remite al subtítulo, inmediatamente puede imaginarse al romántico de las letras argentinas en una etapa cercana a 1840, con su retiro en la estancia Los Talas, la persecución de Juan Manuel de Rosas, y su posterior fuga a Colonia y expatriación en Montevideo.
Estructuralmente, la novela se divide en tres partes, cada una de las cuales se diferencian entre sí por el tono narrativo: un primer momento cómico, un segundo melancólico y, finalmente, un epílogo. En todos los casos, Kohan trabaja, principalmente, sobre una función: la ausencia.
En el comienzo es “la peonada” de la estancia Los Talas la que aguarda ansiosa la llegada del patrón. Son seres “rústicos”, “brutos” que, de tan ociosos, pueden jugar a adivinar el pensamiento del otro y comenzar una guerra de “agüita blanca y espumosa”, como lo son los escupitajos que se propinan entre sí. También están las paisanas, mujeres a las cuales, por carecer de apellido, se les antepone el artículo La al nombre propio. En su conjunto, “los paisanos”, que, como los perros y los caballos son parte de la llanura de la pampa, acompañan con eructos, ronquidos y flatulencias, el croar de las ranas, el vuelo de las moscas, el canto del gallo, los grillos y las chicharras. A través de estas relaciones, aunque con otro sentido al de Esteban Echeverría y La cautiva, bien podría afirmarse que Kohan se ha acercado al paisaje, paródicamente, para el «fomento de nuestra literatura», y que muestra, de igual modo, el choque entre civilización y barbarie.
Hay, empero, una muchacha, La Luciana, a quien se le presenta la oportunidad de ser lo que no es, de acercarse a lo prohibido, gracias a la llegada de un extraño que se esconde en la casa del patrón. En noches sucesivas, ella va a conocer un sentimiento distinto al que le profesaba su padre cuando le decía «venga m´ hijita, venga para acá, siéntese acá», y La Luciana, ya sabiendo, alzaba su falda y se sentaba. Es en la casa del patrón, en donde ella va a echar la cabeza hacia atrás, dejando “llover” su pelo largo y frondoso, y levantándose la pollera; y es él, Esteban Echeverría, el que va a hundir su cara en el cuello y en el pecho de ella hasta que sus siluetas se confundan y parezcan volverse una. Ella, luego de haber compartido su tiempo con él, va a ser capaz de señalar “un objeto” y decir “eso es un cartel”; de pasar a ver “simples rayas, simples dibujitos”, a observar palabras, y a perturbar al resto de la peonada al decirles que aprendió a leer.
Claro que la data histórica está presente. Son tiempos de exclamaciones del tipo “¡viva la Santa Federación!”, “¡mueran los asquerosos, impíos, salvajes unitarios!”, y el hombre que ha enseñado a leer es acusado de unitario y debe huir. Y así como María, la heroína de Echeverría que rescata a su amado y reafirma los valores de la «civilización», La Luciana, en este drama de frontera, va a ser capaz de alejarse de la salvaje naturaleza, guiada por sus sentimientos, porque el destierro, político para él, es el exilio, por amor, para ella.
A esas alturas, el narrador, omnisciente, ha instaurado un presente: las horas finales de la noche del 14 de julio de 1841 y las primeras del día siguiente. Es el ahora y el efecto de realidad, y las calles de Colonia del Sacramento las que se ven reforzados por los anales de la Historia, aquella que jamás le daría voz a una joven prostituta como Estela Bianco, por quien “no haya viajero o visitante que no se rinda ante ella”. Es que sus mentiras se contraponen a la verdad contada en los libros, no de ficción, y la verdad, para quien ahora es Luciana sin el artículo antepuesto, es la que Estela le cuenta esa noche. Las dos lloran por un hombre, ausente -como a lo largo de toda la novela-, “de cabellos revueltos, ojos oscuros y ardientes, (y) largo rostro pálido”; una, además, porque no sabe bien qué va a ser de su vida; otra, porque sí sabe. Ambas, sin ser presas de guerra, sin ser cristianas encerradas por infieles, viven, de una u otra manera, su propio cautiverio.
Como recurso, la ausencia del autor de El matadero le sirve a Kohan para trabajar un juego de espejos, en el que una y otra, aunque el narrador nos diga que «no se parecen en nada», se miran, se palpan, se abrazan, se huelen, y «perciben lo mismo, piensan lo mismo»: una boca besada por Esteban Echeverría.
Ya en el epílogo, Kohan toma como epígrafe una cita del poeta romántico: «Porque nada es más inútil que la historia, si no se busca en ella enseñanza y moralidad». Jugando y apoyándose a la vez en la Historia, el relato refiere la extraña suerte que corrieron los tres protagonistas, principalmente la de Echeverría, quien, como se sabe, murió en el exilio el 19 de enero de 1851. Y bien señala el narrador, ya sin paradojas, que «el destierro fue total»: no pudo retornar a la Argentina en vida y tampoco ya muerto; su cadáver, hasta la fecha (el 2 de septiembre se cumplió el bicentenario de su nacimiento), nunca fue encontrado.