7/21/2006
“Kappa”, de Ryunosuke Akutagawa
A 79 años del suicidio del grandioso escritor japonés, se reedita en castellano una traducción realizada por Kazuya Sakai: Kappa (edición que, además, trae otra novela corta: Los engranajes). En un mundo deforme, el suicidio y la locura; en un mundo deforme, la mentira como reflexión.
Hace casi 80 años, se conoció un escrito en el que un hombre contaba las experiencias de un paciente, el número 23, de un hospicio de dementes. Según el autor, el demente paciente (quizá sea mejor decirle simplemente “paciente”), a cada uno que lo iba a visitar, le contaba el mismo relato: las experiencias de su vida antes de enloquecer. Al culminar el relato, dice por escrito el narrador, siempre repetía la misma frase: “¡Fuera de aquí, bribón! También tú eres un animal estúpido, envidioso, obsceno, prepotente, vanidoso, cruel y sinvergüenza! ¡Fuera de aquí, bribón!”.
En resumen, el relato del paciente ocurre en una mañana de verano, en las termas de Kaminokochi, con el ascenso al monte Hodaka, pero a través de un valle cubierto por la niebla del amanecer, la cual se iba tornando más densa. La fatiga y el hambre hicieron que el hombre descendiera a orillas del río, lugar en el que se sentó sobre una piedra para comer y encender un fuego. La niebla comenzó a despejarse paulatinamente. Al observar el reloj, supo que era pasada la una y veinte. Lo que lo asombró, sin embargo, fue otra cosa: ver reflejado por unos instantes, en el vidrio del reloj, un rostro desagradable. Se dio vuelta, sobresaltado, y vio, por primera vez en su vida, al animal que se conoce con el nombre de kappa. Estaba sobre una roca, con una mano apoyada sobre un abeto y la otra sobre los ojos, como haciéndose una visera, y lo observaba con curiosidad.
El hombre logró reaccionar, y rápidamente se incorporó y se abalanzó sobre el kappa, aunque éste logró escapar. Pero aún, como si lo estuviese esperando, estaba a dos o tres metros de distancia, preparado para huir, pero volviendo la cabeza, mirándolo. ¡Granuja!, le gritó, y nuevamente se arrojó sobre el kappa, el cual logró huir otra vez. Enloquecido, el hombre, estuvo persiguiéndolo durante media hora.
Redondeando, un toro de enormes astas y ojos sanguiolentos interceptó al kappa, el cual lanzó un gemido, saltó hacia los altos bambúes y cayó de espaldas. “Yo iba, es decir, yo creía tenerlo en mis manos y me arrojé tras él”, es lo que cuenta el paciente número 23. “Pero debía haber ahí un hueco que no había notado. Apenas tuve la sensación de haber tocado con la punta de los dedos el resbaladizo lomo del kappa, cuando de inmediato caí de cabeza en un abismo profundo y oscuro (…). Luego…, luego no recuerdo qué sucedió; sólo sé que vislumbré algo como un relámpago ante los ojos, y perdí el conocimiento”.
El relato continúa cuando el paciente vuelve en sí, tirado en el suelo, boca arriba, rodeado por una multitud de kappas, quienes -dos de ellos, para ser precisos- trajeron una camilla en la cual lo transportaron algunas cuadras. Tal vez (más que una duda, creo que es lo mejor), para conocer el resto de la historia, hay que leer Kappa, la nouvelle escrita por Niihara Ryunosuke, más conocido como Ryunosuke Akutagawa, escritor japonés, considerado el más grande de la era Taisho (1912-1925).
Kappa, se dice, fue escrita en menos de dos semanas, y comienza a ser publicada en la revista Kaizo, en marzo de 1927, el mismo año en que se suicidó Akutagawa, el 24 de julio (nació en Tokio, el 1º de marzo, y murió en la misma ciudad). Justamente, a 79 años de que una sobredosis de veronal le pusiera fin a su vida, Paradiso Ediciones ha reeditado esta obra, la cual había sido traducida al castellano por Kazuya Sakai (se publicó en 1959).
Siguiendo la vieja corriente literaria que tiende a relacionar los textos con la vida del autor, en Kappa se observan temas como el suicidio y la locura. Por ejemplo, Tock es un kappa poeta, el cual forma parte de un grupo, el de los súper kappas. El mismo Akutagawa (o por lo menos durante alguna etapa de su vida) podría haber personificado a Tock, ya que es conocida la adhesión que el autor tuvo para con Charles Baudelaire, el poeta francés, figura intermedia entre el Parnasianismo y el Simbolismo, los movimientos artísticos europeos surgidos a mediados del XIX. La idea de “El arte por el arte”, el arte como un fin en sí mismo que pregonaban estos movimientos, es la misma que concibe Tock y su grupo, además del gusto por lo singular, por la bohemia; el escepticismo y el pesimismo. Aunque, y aquí surge la crítica de Akutagawa (y quizá se vea el giro, la madurez que ha alcanzado en Kappa), Tock siente envidia por las escenas familiares, como la de un huevo frito sobre una mesa, el cual -dice- “es más saludable que una relación amorosa”.
Las biografías de Akutagawa no estarían completas sin mencionar el hecho de que su madre, Fuku, se volvió loca cuando él tenía siete años, y de quien creía haber heredado la esquizofrenia, lo cual remite a las experiencias del paciente número 23, protagonista de Kappa. Por otro lado, así como el Parnasianismo toma como fuentes las leyendas, religiones y mitos (sin sentido nostálgico, sino más bien para su recreación con belleza), Akutagawa, conocido por ser el autor de Rashomon (cuento basado en la decrépita puerta meridional de entrada de Kyoto, cuyos pisos estaban en ruinas desde el siglo XII; Akira Kurosawa se basó en éste y otro cuento del escritor, El pequeño bosque, para su película), se vale de estos populares seres que poseen una membrana entre los dedos de las manos y los pies, de un metro de estatura y con un caparazón en la cabeza.
En el análisis de la obra en sí, aparece un elemento recurrente en la literatura, como lo es el pozo, lugar fantástico (Alicia cae en un pozo, en el país de las maravillas) que ejerce fascinación y miedo; símbolo de la caída y de pruebas por las que hay que pasar (Don Quijote desciende a la cueva de Montesino, en donde se pinta a una Dulcinea que pide dinero, como si fuese una prostituta). Si el objetivo del paciente 23 es ascender al monte Hodaka, luego termina descendiendo: es derrumbado, cae en un mundo invertido, aunque es una sociedad como la nuestra, con leyes propias, con un idioma, en donde hay atardeceres, fábricas, libros, pianos, religiones, etcétera. Y ellos, los kappas, toman como ridículo y cómico todo lo que los humanos tienen como importante y serio, y tornan como serio algo que, para nosotros, es risible y sin sentido. “Justicia o humanidad, para nosotros, es algo serio, mientras que los kappas se mofan de esos conceptos”.
Hay también críticas, las cuales, en este caso, resultan alegóricas a la sociedad humana: los movimientos artísticos (como se ha visto), las leyes, la censura, el control de los medios de comunicación. En la sociedad de los kappas, los niños tienen la decisión de nacer o no (el padre se coloca frente a la vagina de la madre y le pregunta al feto si desea venir al mundo). No hay desempleo, porque los obreros, al quedar desocupados, son comidos por el resto, aunque sí han conocido el militarismo: en guerra contra las nutrias, han ganado, por lo que, durante un tiempo, vistieron sus pieles. ¡Ah! Es un mundo liberal, en donde las hembras kappas persiguen a los machos y los atacan.
¿Todo esto hace que el mundo de los kappas esté en decadencia? ¡No, para nada! Ellos siguen viviendo, y el único que parece horrorizado es el paciente número 23, quien sale corriendo, deseoso de volver a su casa. Ya ha tenido bastante; se ha reeducado, se ha visto en un espejo deforme, así como nosotros podemos deducir, en esta novela de aprendizaje y viaje (una especie de Gulliver, obra de Jonathan Swift que, confesó el propio Akutagawa, lo inspiró), que mantener la existencia de lo fantástico en el mundo “real” (¿hoy, qué es real?) es una “locura” (¿hoy, qué es locura?).
Igualmente, señor(a) lector(a), quédese tranquilo; remítase a la introducción de este relato, el cual ha sido escrito en base a la obra de Akutagawa, quien inicia su libro con un narrador testigo (alguien que cuenta un hecho), quien, a su vez, tomó lo que le fue referido por el paciente número 23 (¿demente?). Si no quiere volver al inicio, y resumiendo, dentro de la ficción de Akutagawa, el relato del narrador es producto de una historia que le ha contado el paciente número 23, internado en un hospicio de dementes.
Podríamos respirar aliviados, excepto por eso que el paciente número 23, luego de terminadas las experiencias de su vida antes de enloquecer, a cada uno que lo iba a visitar, siempre repetía la misma frase: “¡Fuera de aquí, bribón! También tú eres un animal estúpido, envidioso, obsceno, prepotente, vanidoso, cruel y sinvergüenza! ¡Fuera de aquí, bribón!”.
Bajo el cielo infinito
Editado recientemente en la Argentina, este libro de ilustraciones de Rie Osanai va desde la resignación a la esperanza; del consuelo a la búsqueda; de la soledad a la compañía; del duelo a la felicidad.
Ese cuerpecito rojo tiene las alas plegadas, y parado sobre una pata, con el verde esperanza de fondo, sonríe, pero dice: “Yo soy un pájaro que no puede volar”.
A él pareciera no importarle, o no lo demuestra, o lo ha superado. Disfruta de los días soleados, de los paseos, de los juegos y de su amigo Mugi, un gatito azul, el color del cielo sin nubes. Con él, el pajarito rojo se olvida del tiempo; con él, su compañía, el pajarito ha recuperado algo que creía haber perdido, la alegría; ha abandonado la soledad, un desierto que “se ha desvanecido en al aire”.
Sí, es otro aire, otro vuelo, pero el pajarito rojo junto al gatito azul son socios en la tierra, y el pajarito rojo abraza la esperanza, se permite la alegría. Juntos se suben a las ramas de los árboles cuando llueve y bajan a la tierra cuando deja de llover; uno junta manzanas y el otro bebe agua de los charcos.
Desde otro lugar también se puede volar, porque Mugi le dice que “se puede ver el maravilloso cielo”, le hace ver el charco como “un espejo mágico”, y el pajarito rojo recuerda y se transporta.
Planea por los cielos y observa los espacios verdes y llega hasta su antiguo hogar y al lugar en que un hombre le disparó; al tiempo de soledad.
“Yo soy un pájaro que no puede volar”, repite ese cuerpecito rojo, con las alas plegadas, parado sobre ambas patitas, el verde esperanza de fondo y los ojos mirando hacia arriba, hacia ese cielo infinito. “Ya no podré volar más por los cielos”, acepta con algo de tristeza.
El pajarito rojo, sin embargo, respira otro aire, siempre al lado de su amigo Mugi, a quien le cuenta historias; el gatito azul escucha y el pajarito rojo ha recuperado la alegría, ha encontrado la posibilidad de volver a volar, porque junto a el gatito azul es socio en la tierra, y el pajarito rojo se olvida del tiempo, recupera la alegría y abandona la soledad, un desierto que “se ha desvanecido en el aire”, y por eso, dice sin dudar, es feliz.
“Yo soy un pájaro que no puede volar”. Resignación y esperanza; consuelo y búsqueda; soledad y compañía; duelo y felicidad; sueños y tantas cosas más…
¡Qué contradicción!, podría pensarse de esta historia para chicos (y no tanto) titulada Bajo el cielo infinito, obra ideada y dibujada por Rie Osanai -ilustradora nacida en Tokio en 1977 y fallecida en la Argentina en el 2003-, y que ha sido editada en nuestro país por Kaicron (Ediciones Infantojuvenil).
La disyunción, así planteada, es que sus plumas, sus alas, su cuerpo, están diseñados para el vuelo, pese a que, por uno u otro motivo, no todos los pájaros lo hagan. Y si bien este pajarito de cuerpecito rojo tenga las alas plegadas, junto a Mugi, el gatito azul, descubre otra forma de transportarse: el recuerdo, evocación de momentos felices y de otros que no lo son.
Acerca de Bajo el cielo infinito -cuya edición nacional es presentada en japonés, inglés, castellano y portugués (la traducción estuvo a cargo de Amalia Sato, como supervisora, y de Mónca Kogiso y Adelina Chaves)-, podría insistirse con eso de ¡qué contradicción!: pájaro y gato, dos enemigos que se hacen amigos. Pero ésta es una fábula, en cierto punto, sobre la vida, y con el foco en una condición del hombre: la soledad.
Si el pajarito rojo antes era parte de una bandada, luego pasó a conformar un dúo; ha cambiado su naturaleza (así como el hombre ha caído del paraíso) al dejar de ser el que ha sido para comenzar a ser (o aceptar) el que será. Entre una y otra, el pajarito de cuerpecito rojo se ha sentido solo. “Pena”; “prueba y purgación”; “condena y expiación”; “castigo”, pero también “promesa del fin del exilio”, dice Octavio Paz acerca de la soledad.
Pero entre el cielo y la tierra están ellos dos: el pajarito, ese cuerpecito rojo, y su amigo, el gatito azul, color de cielo sin nubes. No hay oposiciones. El primero comprende, se descubre en el segundo, y el desierto se desvanece en el aire. Desde abajo ve, piensa y sienta desde otro lugar. A través de un charco o subido a una rama, contempla a lo alto el norte de su camino.
Los pájaros, símbolos de valores humanos (el búho representa la sabiduría; la paloma, la paz; el águila, el poder político), han sido protagonistas de novelas, cuentos, poesías, canciones y fábulas, como ésta; han servido como mensajeros y como espejos, dualidad que nos recuerda que podemos hacer lo que no nos sale naturalmente (volar), y esa una manera fantástica de transportarse.
Ese cuerpecito rojo tiene las alas plegadas, y parado sobre una pata, con el verde esperanza de fondo, sonríe, pero dice: “Yo soy un pájaro que no puede volar”.
A él pareciera no importarle, o no lo demuestra, o lo ha superado. Disfruta de los días soleados, de los paseos, de los juegos y de su amigo Mugi, un gatito azul, el color del cielo sin nubes. Con él, el pajarito rojo se olvida del tiempo; con él, su compañía, el pajarito ha recuperado algo que creía haber perdido, la alegría; ha abandonado la soledad, un desierto que “se ha desvanecido en al aire”.
Sí, es otro aire, otro vuelo, pero el pajarito rojo junto al gatito azul son socios en la tierra, y el pajarito rojo abraza la esperanza, se permite la alegría. Juntos se suben a las ramas de los árboles cuando llueve y bajan a la tierra cuando deja de llover; uno junta manzanas y el otro bebe agua de los charcos.
Desde otro lugar también se puede volar, porque Mugi le dice que “se puede ver el maravilloso cielo”, le hace ver el charco como “un espejo mágico”, y el pajarito rojo recuerda y se transporta.
Planea por los cielos y observa los espacios verdes y llega hasta su antiguo hogar y al lugar en que un hombre le disparó; al tiempo de soledad.
“Yo soy un pájaro que no puede volar”, repite ese cuerpecito rojo, con las alas plegadas, parado sobre ambas patitas, el verde esperanza de fondo y los ojos mirando hacia arriba, hacia ese cielo infinito. “Ya no podré volar más por los cielos”, acepta con algo de tristeza.
El pajarito rojo, sin embargo, respira otro aire, siempre al lado de su amigo Mugi, a quien le cuenta historias; el gatito azul escucha y el pajarito rojo ha recuperado la alegría, ha encontrado la posibilidad de volver a volar, porque junto a el gatito azul es socio en la tierra, y el pajarito rojo se olvida del tiempo, recupera la alegría y abandona la soledad, un desierto que “se ha desvanecido en el aire”, y por eso, dice sin dudar, es feliz.
“Yo soy un pájaro que no puede volar”. Resignación y esperanza; consuelo y búsqueda; soledad y compañía; duelo y felicidad; sueños y tantas cosas más…
¡Qué contradicción!, podría pensarse de esta historia para chicos (y no tanto) titulada Bajo el cielo infinito, obra ideada y dibujada por Rie Osanai -ilustradora nacida en Tokio en 1977 y fallecida en la Argentina en el 2003-, y que ha sido editada en nuestro país por Kaicron (Ediciones Infantojuvenil).
La disyunción, así planteada, es que sus plumas, sus alas, su cuerpo, están diseñados para el vuelo, pese a que, por uno u otro motivo, no todos los pájaros lo hagan. Y si bien este pajarito de cuerpecito rojo tenga las alas plegadas, junto a Mugi, el gatito azul, descubre otra forma de transportarse: el recuerdo, evocación de momentos felices y de otros que no lo son.
Acerca de Bajo el cielo infinito -cuya edición nacional es presentada en japonés, inglés, castellano y portugués (la traducción estuvo a cargo de Amalia Sato, como supervisora, y de Mónca Kogiso y Adelina Chaves)-, podría insistirse con eso de ¡qué contradicción!: pájaro y gato, dos enemigos que se hacen amigos. Pero ésta es una fábula, en cierto punto, sobre la vida, y con el foco en una condición del hombre: la soledad.
Si el pajarito rojo antes era parte de una bandada, luego pasó a conformar un dúo; ha cambiado su naturaleza (así como el hombre ha caído del paraíso) al dejar de ser el que ha sido para comenzar a ser (o aceptar) el que será. Entre una y otra, el pajarito de cuerpecito rojo se ha sentido solo. “Pena”; “prueba y purgación”; “condena y expiación”; “castigo”, pero también “promesa del fin del exilio”, dice Octavio Paz acerca de la soledad.
Pero entre el cielo y la tierra están ellos dos: el pajarito, ese cuerpecito rojo, y su amigo, el gatito azul, color de cielo sin nubes. No hay oposiciones. El primero comprende, se descubre en el segundo, y el desierto se desvanece en el aire. Desde abajo ve, piensa y sienta desde otro lugar. A través de un charco o subido a una rama, contempla a lo alto el norte de su camino.
Los pájaros, símbolos de valores humanos (el búho representa la sabiduría; la paloma, la paz; el águila, el poder político), han sido protagonistas de novelas, cuentos, poesías, canciones y fábulas, como ésta; han servido como mensajeros y como espejos, dualidad que nos recuerda que podemos hacer lo que no nos sale naturalmente (volar), y esa una manera fantástica de transportarse.
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