11/28/2006

La identidad japonesa a través de sus gestos

Aspectos profundamente arraigados en el carácter nipón son develados en Gestualidad japonesa, de Tada Michitaro, teórico de la comunicación y antropólogo cultural. El libro, que acaba de ser editado en español, se sumerge en las nimiedades de la vida nipona y demuestra que, además de las palabras, los gestos también pueden comunicar y decir quién es uno.

Hay pocas cosas que a Hanako le comunican algo; las palabras, por ejemplo, no lo hacen. Son poco más que simples sonidos y no portadores de significados, o bien pierden sus significados antes de llegar al oído. Es posible que llegue a reconocer algunas frases de uso frecuente, pero ella no puede expresarse con ese sistema de signos, considerado el más importante para la mayoría, y, sin embargo, entre la expresión y el pensamiento no reconoce abismo alguno. Posee los gestos justos para darse a entender.
Hanako pertenece al mundo de la ficción. Es uno de los personajes de Flores de un solo día, novela escrita por Anna Kazumi Stahl, norteamericana radicada en la Argentina, y de quien, recientemente, se ha editado una traducción, Gestualidad japonesa, de Tada Michitaro. El paralelo vale por un tema en común: la “existencia sin palabras” del ser humano.
Experto en literatura japonesa clásica y en literatura francesa de los siglos XIX y XX, teórico de la comunicación y antropólogo cultural, Tada Michitaro analiza, en este libro publicado originalmente en japonés en la década de 1970, aquellos gestos inconscientes del pueblo al que pertenece. Y aunque aborda la gestualidad, el ensayo busca -y así también lo manifiesta el propio autor-, el "tic” que, “aún carente de sentido lógico, es común a todas las personas, y que, por lo tanto, revela una mentalidad compartida, inconsciente tal vez, inarticulada, pero manifiesta. Su trabajo no pretende explicar el qué, sino el porqué, para así abordar como objeto la propia identidad.
En busca de ese objetivo, el ensayo se abre con la importancia que los japoneses le dan a la mímica, acto que Tada enfrenta a la originalidad, para explicar, así, el valor que en la sociedad japonesa tiene el hecho de “ser como”, de “parecerse al otro”. Ahí, concluye el autor, radica (y surge) la originalidad, y Japón, a través de su historia, ha emulado (no debe aplicarse el concepto del verbo “imitar”, sino el de “rinsho”, “narau”, `aprender´) el arte de China, el budismo de la India, y la Edad Moderna de Europa. En Occidente ha ocurrido algo similar; la base de la civilización se funda en Grecia y Roma. Más aún, Aristóteles, en su Poética, habló del concepto de “mimesis” en el arte (el arte imita la realidad, pero la transforma).
El lenguaje del cuerpo, el idioma sin palabras, para el intelectual -prestigioso académico que se ha interesado por lo popular-, son cultura, una herencia que “pertenece a los diversos grupos de una sociedad”. De esta manera, Tada ha contemplado a su pueblo, ha hecho foco en aquellos gestos inconscientes de sus compatriotas, dejando de lado aquellos que se conocen como “los más japoneses”.
Un ejemplo es el de “aizuchi”, expresar acuerdo o consentimiento a un interlocutor, y es aquí en donde radica la ambigüedad nipona, el “so-o-o, ne-e” (`Bueno, tal vez…´). En raras oportunidades un japonés se pronunciará por “hai” (`sí´) o “ie” (`no´), y eso se debe a la diferencia entre la lógica y la emoción. “Decir sí o no con referencia a algún tema en concreto es algo que pertenece al reino de la lógica -explica-. Y hacer un gesto de consentimiento es una expresión social que parte de las emociones. Por involucrarnos en esta dualidad, los japoneses no expresamos claramente la verdad en un momento dado”.
El “sí” y “no”, afirma, pertenecen a países en los que conviven y se fusionan diversas razas y lenguas, y “aizuchi” (término que el autor traslada como “tacto”, vocablo que, en su idea, tiene en cuenta los sentimientos del otro), es un gestos que expresa una manera de pensar y de actuar. Según el Kojien (el diccionario más respetado de la lengua japonesa) son los martillazos concurrentes, recíprocos, que realizan dos herreros mientras trabajan juntos, en armonía.
Los gestos y movimientos japoneses -y así lo aclara el autor- “son casi invisibles, es decir, son parsimoniosos y controlados”. Tal es el caso de la sonrisa. Antiguamente, la mujer japonesa, temerosa de mostrarse “descuidada y negligente” a los otros, se cubría la cara con la manga del kimono, y así evitaba dar a conocer expresiones de tristeza o timidez. Si bien hoy en día el kimono ha dejado de ser la vestimenta corriente, ese “autocontrol” de la sonrisa ha llegado hasta la actualidad y, en muchos casos, ha provocado el desconcierto de los no japoneses, quienes -sostiene Tada- pueden interpretarla como “simpatizando” con ellos, cuando, en realidad, es algo casi natural.
En lugar de tener gestos llamativos y exagerados (ya que son censurados, inadmisibles, al menos en lo que se refiere a la estética), los japoneses tienen el Ikebana o arreglo floral, el cual simboliza la trasmutación de los gestos, un arte “que es la manifestación del ser social (social -se explica- en el sentido de que se infunden las formas de la propia cultura en el ser). Volviendo a Hanako, el personaje ficticio de Flores de un solo día, ella podía manifestar su estado de ánimo con las flores que día a día armaba en la mesa de su casa; el arreglo expresa los gestos que ella no puede realizar abiertamente y lo que no puede comunicar en palabras.
“¿Por qué es buena una actitud reservada?”, pregunta el mismo autor, y responde: “Porque los japoneses estamos inmersos en una cultura que detesta alardear y que prefiere mantener la compostura”. Y es, justamente ese proceso de autocontrol, el que representa “una forma concreta que proporciona la propia cultura”.
Alguna vez, Japón fue un “problema militar” para Occidente, más todavía para Estados Unidos, país que, durante la Segunda Guerra Mundial, tildó a los asiáticos como “los enemigos más enigmáticos” con los que se habían enfrentado. En ninguna otra contienda había sido necesario tener en cuenta “unos modos de actuar y de pensar tan profundamente diferentes”. El “problema”, sin embargo, pasó de ser militar a “cultural”; había un otro al que había que descubrir y describir, y para ello se realizó un trabajo antropológico que luego sería un libro pilar en los estudios de la cultura japonesa: El crisantemo y la espada, de Ruth Benedict.
En el 2003, Renato Ortiz, antropólogo brasileño radicado en Francia, editó en español Lo próximo y lo distante: Japón y la modernidad-mundo, ensayo que, justamente, intenta desmitificar a Japón, un país que -asegura- “identificamos con la noción de otro, una civilización lejana, radicalmente diferente de nosotros”, pero que, principalmente, utiliza como texto y pretexto de la mundialización de la cultura, como objeto sociológico.
El ensayo de Tada Michitaro viene a ocupar, junto a los ya mencionados, un vacío en los estudios de esta área, y es, en definitiva, un libro que se sumerge en las nimiedades de la vida japonesa y devela no sólo aspectos profundamente arraigados en el carácter nipón, sino que demuestra, tal como lo hace Hanako, que además de las palabras, de la lengua, los gestos también pueden comunicar y decir quién es uno.