11/27/2005

Las increíbles aventuras de Takagi san


“Historias de un café” podrían ser las que cuenta el periodista de La Plata Hochi. Con todo el oficio y experiencia que le dan sus 76 años, pero con los ojos llenos de vida, no deja pasar oportunidad para sentarse, contar anécdotas y hablar de su vida.


El hombre que está sentado frente a mí es un gran contador de historias. Un enamorado de la Argentina -país al que llegó el 15 de julio de 1951- y de los argentinos; del tango y de las mujeres. El hombre que está sentado frente a mí cumplirá 78 años el próximo 27 de febrero (bue, ahora ya tiene 80). Es periodista. Hace más de 35 que trabaja en el periódico La Plata Hochi y en Radio Nacional. También es actor. Su nombre y apellido es Kazuomi Takagi.
Los ojos le brillan como a un chico lleno de vida. Pero el hombre que está sentado frente a mí asegura: “Ya tengo mi ataúd”.
-Perdón, ¿su qué?
-Mi ataúd –repite-. Desde hace más de 40 años. Me lo regaló un amigo.
Suena a humor negro, pero no parece ser un chiste (o si lo es, tiene su anécdota). Takagi tenía “treinta y pico” –la edad exacta no la recuerda- cuando el hermano de un amigo suyo, que vivía en un chalet de Bella Vista, provincia de Buenos Aires, lo sorprendió con un regalo atípico. “Era fabricante de ataúdes y al lado de su casa tenía el taller –relata-. Tantas veces insistió para que visitara su lugar de trabajo que tuve que aceptar. Me dice:
-Señor Takagi, le voy a regalar uno (un ataúd). Aunque sea joven, no importa, lo va a necesitar. Siempre es bueno tener uno.
Parece que comprar un ataúd es como comprar un zapato. Uno se lo tiene que probar primero. Puede calzar chico o grande. Probé varios y finalmente encontré uno que me quedó a mi medida. Como no me lo iba a llevar a mi casa, él lo guardó en su taller y le talló mi nombre”.

Viudo, feo y polémico
Takagi no tiene anillo de casamiento. Es viudo. Dice que se casó a los 50 años con una mujer de origen francés, que vivía en la Argentina y pintaba sumi-e. Se reconoce aventurero y atorrante. Cuenta que tuvo muchas “amigas”, que aprovechaba cada momento que tenía libre para hojear su agenda telefónica, elegir, llamar y decir: “Hoy no hay trabajo, nos encontramos en tal lado a tal hora”.
Takagi no tuvo hijos por temor a que salieran como él. Fue hijo único. No conoció a su padre, y a su madre la dejó sola en el Japón para venir a la Argentina. “Pienso que fui un mal hijo porque mi madre quería tener nietos. Pero mejor no tenerlos porque uno se tiene que sacrificar. Mi pensamiento es: Hago lo que quiero y moriré así. Mientras viva voy a disfrutar de la vida”.
El hombre que de lunes a viernes, antes de las siete de la mañana, pasa por la puerta de entrada de Radio Nacional para transmitir noticias locales al Japón, el mismo que los lunes, miércoles y viernes al mediodía llega a la redacción de La Plata Hochi. también es actor –asegura- “de un montón de películas, teleteatros y publicidades”. No serán tanto como “un montón” pero sí de unas cuantas, tales como: Plata Dulce (con Federico Luppi), Exterminator II (con Guillermo Francella), Brigada Explosiva (con Moria Casán) y El lado oscuro del corazón (dirigida por Eliseo Subiela). Además hizo de jardinero, tintorero, tatuador y recaudador de dinero. Para publicidad filmó para un modelo de auto de Citröen, en el que se tenía que dar a entender que era mejor que un Toyota. También otra de inodoros, e hizo de un japonés homosexual, pareja de un jugador de River. La última en la que participó es en la de los desodorantes Axe.
Takagi figura en el registro de la Asociación Argentina de Actores. Pero cuando era chico su madre le prohibió que actuara. Según él, “en ese entonces el mundo artístico era mal visto, como algo inmoral donde había muchos escándalos”.
-Mirá, -le respondí a mi madre- primero, para ser actor hay que ser buen mozo. Yo soy un buen muchacho pero feo, así que por más que quiera no me van a tomar.
El hombre que en un café, en la cocina u oficina de La Plata Hochi se entusiasma al recordar anécdotas, dice que conoció a Mario Eduardo Firmenich, líder de la banda terrorista Montoneros, y al jefe del ERP, Mario Roberto Santucho; asegura que fue secuestrado e interrogado durante la última dictadura militar (1976-1983). Justamente este último tema le provocó algunos encontronazos con los familiares de los desaparecidos de la colectividad japonesa por algunas cosas que escribió. “Todo lo que yo relaté lo hice sin sentimientos, sin ideología, intentando contar un proceso histórico. Mucha gente no lo entiende así . A veces pregunto si no hubiera pasado todo ésto (la acción de los militares), ¿la Argentina existiría? No justifico los métodos que se utilizaron, pero nadie puede negar que terminaron con una época de anarquía. Por ejemplo, me acuerdo cuando al cumplirse un nuevo aniversario del lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima me llamaron desde el Canal Once (actual Telefe). Querían que yo hablara con un sentimiento antinorteamericano. Les dije que la bomba salvó al Japón. Murieron 300 mil japoneses, pero se salvaron 13 millones”.

Un santo y sus metidas de pata
El hombre que se acuesta a las 1.30 ó 2 de la madrugada, se queda dormido en el colectivo, en el tren, en La Plata Hochi, en Radio Nacional (ya lo rajaron de ahí) y en las reuniones. Los ruidos no lo molestan, así que no tiene problemas en dormir donde sea. Por eso rememora metidas de pata, y muchas. Como aquella vez que en una reunión, un maestro de tango creía que estaba hablando con un japonés cuando en realidad era un chino. “Yo lo veía al chino que se estaba aburriendo y que no prestaba mucha atención a lo que le contaba. El maestro de tango pensaba que al ser japonés le iba interesar el tango y por eso le seguía hablando. Yo lo escribí en La Plata Hochi. Todavía recuerdo el título que decía: Eso es como mezclar miso1 con caca (lo de confundir a los japoneses con los chinos). Un día me llaman por teléfono. Era el mismo chino al cual me referí. Me pregunta:
-Ustedes los japoneses, cuando estaban en el Japón, despreciaban a los chinos. Ahora, en la Argentina, ¿nos siguen insultando?
En aquella época había muy pocos chinos en la Argentina y no tenían un periódico, y por eso, los que leían nihongo (japonés), compraban La Plata Hochi. Así fue como se enteró de lo que escribí. Lo primero que hice fue agarrarme la cabeza. Después le pregunté:
-¿Usted está enojado porque creyó que los chinos son caca y los japoneses son miso?
-Sí, así es –me contestó-.
-Está equivocado –le dije-. Yo escribí que los japoneses son caca y los chinos son miso.
El hombre que nació en la prefectura de Mie, que se recibió en Ciencias Políticas y Económicas, y en la Argentina terminó la primaria en cinco semanas, perdió la oportunidad de ser condecorado por el Gobierno del Japón. “Me llamaron de la Embajada, y el Ministro de ese entonces me dice:
-Usted es partidario de (Bunpei) Uno (controvertido dirigente de la colectividad); usted es unoista.
-No, yo no soy unoista –le respondí-.
-Pero usted trabajó mucho a favor de Uno –me aseguró-.
-Sí, pienso que las ideas del doctor Uno son buenas para el desarrollo de la colectividad, pero no por eso se me puede considerar unoista –le dije-.
El Ministro comenzó a decir ¡qué lástima, qué lástima, qué lástima! Yo no entendía. Pero después me explicó que había sido recomendado por La Plata Hochi y la Federación de Asociaciones Nikkei en la Argentina para ser condecorado. Yo no lo sabía. Y como a Uno lo consideraban contrario al Gobierno japonés decían que yo también lo estaba”. El hecho ocurrió hace cinco años atrás más o menos.
Peor aún, “La cabeza de Bunpei Uno cuesta 360 mil dólares” fue el título publicado en el periódico, bien grande, que eligió para contar un supuesto hecho de corrupción. “La Embajada le ofreció 360 mil dólares, no directamente a Uno, sino a un miembro de la Comisión Directiva de la Asociación Japonesa en la Argentina. El trato era que el doctor Uno dejara la presidencia. El siempre decía que se iba a retirar una vez finalizado el Jardín Japonés. Por lo tanto, con ese dinero se le iba a acabar el pretexto y tendría que retirarse de la AJA”. El artículo relata algo que jamás pudo ser confirmado. Takagi está seguro que pasó.
El hombre que está sentado frente a mí, al que le brillan los ojos como a un chico lleno de vida, que tiene 77 años (ahora 80) y un ataúd, dice que a veces le falla la memoria. Se compara con un coche viejo al que le cuesta arrancar. Pero una vez que arranca corre, corre y no deja de correr. Habla de él mismo de manera irónica y va más allá, casi sintiendo que está en el más allá. “Cuando uno pierde toda función (se refiere a la sexual), automáticamente pasa a ser un santo. Y yo, a veces, pienso que soy un santo.”.

11/22/2005

Seres imperfectos de un mundo imperfecto


“La memoria es algo extraño”, cree Toru Watanabe, el protagonista de Norwegian Wood, la novela de Haruki Murakami que acaba de editarse en castellano con el título de Tokio Blues. Sí, podría haber enfatizado él, porque recordó aquel bosque, aquel prado. Olió la hierba, sintió el viento en la piel y oyó el canto de los pájaros, todas imágenes del otoño de 1969; de una etapa, la de sus 19, casi 20 años, que han vuelto cuando él tenía 37. Fue a bordo de un Boeing, durante el descenso del avión en el aeropuerto de Hamburgo, también en otoño. Ya había visto cómo la tierra se teñía de gris; ya había escuchado por los altavoces una versión ambiental de Norwegian Wood, el clásico de Los Beatles. Ya había pensado en el tiempo perdido, en las personas que habían muerto y en los sentimientos que jamás volverán. Toru supone que el cuadro que ha pintado está desierto. “No hay nadie -dice-. (…) “Conservo un decorado sin personajes”.
Pero 18 años atrás, sí hubo “personajes” allí, en ese “decorado” que conformaban el verde profundo y brillante de las laderas y las espigas de susuki balanceándose al compás del viento y las nubes coronando las cimas azules de las montañas, y otro detalle: los dos pájaros rojos que alzaban vuelo, como espantados por algo. Fue allí donde él escuchó hablar del pozo a Naoko, “la hermosa mujer” que caminaba a su lado; fue allí donde ella, “la adolescente”, le dijo que “si alguien cae dentro, está perdido”. Allí, él le prometió que jamás la olvidaría. Y por eso, en un “presente”, todo lo ha dejado por escrito para poder comprenderlo, porque esa es una “manera de mantener la promesa”.
Todos aquellos recuerdos que Toru reproduce son los que pertenecen a su etapa como estudiante de teatro, al triángulo (uno de los tres que aparecen en la novela, una suma que no llega a la perfección) que había conformado con Kizuki, su mejor amigo, quien se suicidó a los 17, y Naoko, la novia de su mejor amigo, y, muy por encima, a una época en la que la suma de poder industrial mas poder académico daba como resultado “el imperialismo japonés”.
Es que él habitó en una residencia estudiantil de Tokio -un microcosmo del Japón-, un lugar de convivencia, con reglamentos, sí, pero con un halo de misterio, ya que es dirigida por una fundación “poco transparente” donde se concentran “individuos de extrema derecha”. También conoce a Midori, una joven que destila vida y frescura por cada uno de sus poros; a Nagasawa, un joven famoso por su inteligencia, pero con polos opuestos: cariñoso, por un lado; mal intencionado, por el otro; y a Reiko, la voz de la experiencia y una mujer con un pasado particular, cuyo rostro está surcado por las arrugas, las cuales, lejos de envejecerla, le conferían una “juventud que trascendía la edad”.
La historia de Murakami, que en Japón fue un éxito de ventas cuando se publicó, en 1987 (no casualmente el mismo año en el que Toru recuerda los hechos), podría inscribirse en lo que, en teoría, se clasifica como novela de educación o bildungsroman, ya que la transformación del protagonista ocurre con el desarrollo histórico del mundo: “No es un asunto particular -explica el crítico ruso Mijail Bajtin-, privado, sino universal: lo que cambia son los fundamento del mundo, y el hombre, de alguna manera, es forzado a transformarse con ellos”.
Con esta novela, “el” escritor japonés de la actualidad y “la voz” de toda una generación, también desarrolla otras de sus inquietudes, tópicos que pueden leerse en toda su obra: el amor, por ejemplo, que para Midori es “un egoísmo perfecto” que surge con un pequeño detalle; la soledad de los personajes, que viven, cada uno, en sus propios mundos; la vida y la muerte (Toru entiende que “la muerte no existe en contraposición a la vida sino como parte de ella”), o la identidad personal, justamente, fundamentada por la memoria.
Murakami, que además es traductor de Scott Fitzgerald, John Irving y Raymond Carver, también se da el lujo de hacer crítica literaria, y cita, a través de Toru, a John Updike, Raymond Chandler, Truman Capote y a Fitzgerald, por encima de Kenzaburo Oe y Yukio Mishima, los dos premios Nobel de Literatura. Algunos libros occidentales, a su vez, la sirven, sutilmente, para completar historias personales: La montaña mágica, de Thommas Mann, para Naoko; El Gran Gatsby, de Fitzgerald, para Nagasawa, y Bajo la rueda, de Herman Hesse, para Midori.
La música, como se ha visto, acompaña la historia: además de Los Beatles, “suenan” Ravel, Debussy, y Burt Bacharach, entre otros.
A través de la memoria -definida como el conocimiento del pasado como tal a través del recuerdo, que supone, además de una imagen presente, cierta apreciación del tiempo subjetivo, el cual, a su vez, implica la subsistencia del yo a través del cambio, no inmóvil, pero sí permanente-, Toru ha repasado otoños, pero también ha crecido, y por eso la imagen, el cuadro que ha intentado pintar, le parece incompleto.
Naoko, Midori y Reiko, cada una a su manera, le han pedido que no las olvide. Sin embargo, él cree que el texto que ha escrito, “un receptáculo imperfecto”, posee “recuerdos imperfectos”, “pensamientos imperfectos”. Pero el leer también le hace comprender el pedido de Naoko: “ella intuía que él la borraría de su memoria”. Ella nunca lo amó, y ese es el blues de la historia.

Un bulo

Hoy no hay luces, sí mucho calor. Se supone que iba a darles la bienvenida, así que ¡BIENVENIDOS!
Dios mandáme (¿se acentúa o no?) una musa, un angelito, algo, alguien que baje, me observe frente a esta pantalla y dicte a mi oído lo que mis manos deben escribir (no sé cómo enganchar la parte en la que la inspiración se acomoda cerca del alma). ¿Fue García Márquez el que dijo que si la inspiración venía de afuera, él quería que lo visitase cuando estaba trabajando? Bueno, yo no quiero eso; quiero que me visite, se enamore de mí y se quede al lado mío para siempre (jaja, ¿será mucho?).
Bueno, ¡BIENVENIDOS a la... a la... a la (el fotolog es la casita del pájaro, o sea mía, ¿y ésta?)... al bulo del Pájaro Que Da Cuerda!
Siéntase cómodos y vuelvan cuando quieran.
¡Excremento y lluvia dorada para todos!