“Quizá parezca un cuento de hadas. Pero no lo es. De ninguna de las maneras”, advierte el muchacho. El “había una vez…” no tiene lugar en su relato, porque fue el día de su decimoquinto cumpleaños cuando huyó de su casa, fue hacia una ciudad que desconocía y vivió en una biblioteca. Hasta allí cargó con unos pocos objetos personales, pero, sobretodo, con una profecía (o una maldición): “Tú algún día matarás a tu padre con tus propias manos, algún día te acostarás con tu madre y con tu hermana mayor”. No fue un oráculo quien se lo dijo, sino su padre, un famoso escultor y asesino de gatos. Así, el joven, pese a que sabe que “no es fácil convertirse en otra persona”, se rebautiza Kafka Tamura, abandona la residencia paterna, y sigue los pasos de su madre y de su hermana. Él no las recuerda: se habían marchado cuando era niño.
Satoru Nakata disfrutaba de sus días apaciblemente. Pasando los 60, vivía en un departamento que le había cedido su hermano, recibía un subsidio del ayuntamiento, tomaba el micro con un pase especial y hablaba con los gatos. Pero las hadas tampoco han estado presentes en su historia: a los nueve años, y por un incidente que ocurrió en una montaña a fines de la Segunda Guerra Mundial, estuvo tres semanas inconsciente. Cuando se despertó, lo había olvidado todo: su propio nombre, dónde vivía, la cara de sus padres. Su cabeza se había vaciado por completo. Creció oyendo que lo llamaban “idiota”, “idiota”. “Disculpe, pero Nakata es idiota”, decía de él mismo cuando se presentaba, generalmente frente a los gatos, porque, en cambio, adquirió la facultad de entenderlos, y por eso buscaba felinos extraviados en el distrito en el que vivía, su territorio, su área marcada, su mundo. Hasta que alguien le planteó: “O yo mato a los gatos o tú me matas a mí”. Nakata elige, luego huye, abandona su “mundo”, va a una ciudad que no conoce y llega a una biblioteca.
No es un cuento de hadas, de ninguna de las maneras. Es la última novela de Haruki Murakami, Kafka en la orilla (Tusqutes Editores), la cual, según el suplemento literario del New York Times, fue la mejor del 2005. Elección arbitraria, quizá, lo que es seguro es que el título, de reciente traducción al castellano, es el “más” complejo del autor japonés “más” leído actualmente. Simbolismo, mitología griega y japonesa, exploración psicológica, revisión histórica, análisis musical y literario, y referencias culturales modernas, todo a lo largo de 546 páginas en las que los viajes, el de Kafka Tamura y el de Satoru Nakata, se narran por separado, pero van entrelazados, porque las causas que impulsan a uno tienen sus consecuencias en el otro.
Esa idea mecanicista, asociada al Determinismo, es la que va moviendo a Kafka, quien, sin ser un “encumbrado”, un héroe clásico, cree que va realizando un calco de lo que alguien ya ha decidido de antemano. Piensa que ni las cosas más triviales suceden por casualidad, y se encuentra con la joven Sakura y la señora Saeki. Las causas y sus efectos también movilizan a Nakata, el anciano -arquetipo del hombre sabio- que va recorriendo el fin de su camino, aceptándolo todo con resignación.
El viaje -una acción rica en símbolos- en el caso de los héroes de Murakami es la necesidad de un cambio interior. El adolescente Tamura va a “iniciarse” en el mundo de los adultos, buscándose a sí mismo, como parte del proceso de desarrollo de su personalidad. Parecido es el caso de Nakata, quien, perdido entre las cosas y los hombres, a partir de su periplo llega a comprender que a su edad “está vacío”, que es como “una biblioteca sin libros”, y que siempre ha hecho lo que los demás le decían que hiciese. Los encuentros y causalidades de cada uno harán que, dentro del recorrido, se presenten situaciones oníricas, y fantásticas, por momentos.
Por un lado, son los sueños los que van acortando esa brecha, porque ellos -reveladores del yo y del sí mismo, que contribuyen a formar al individuo, y, sobretodo, que expresan su totalidad-, son espontáneos e incontrolables; y aunque escapan a nuestra voluntad, Kafka Tamura repite que “la responsabilidad comienza en los sueños, y su responsabilidad -se ha dicho- es una profecía.
Por el otro, “el mundo fantástico” habita en el interior de la mente de Nakata -o en su subconsciente-, un lugar en tinieblas, una hoja en blanco que se fue escribiendo con la experiencia. Pero, además, Murakami enriquece su historia insertando -por primera vez en su novelística- relatos sobre literatura japonesa antigua (Genji monogatari, de Murasaki Shikibu), en donde los espíritus se desplazan por el mundo exterior. No sólo los de los muertos lo hacen; también los de los vivos, como el de la mencionada señora Saeki, una elegante mujer de cara refinada que, si bien biológicamente pasa los 50, porta una pálida sonrisa, pero, interiormente, siente aún vivos sus recuerdos adolescentes.
Y son los recuerdos, como parte de la memoria, lo que, en tercer lugar, ocupan un papel preponderante en la novela, porque Murakami repasa la participación japonesa en la Segunda Guerra, y hasta las atrocidades de algún que otro personaje (las de Adolf Eichmann, el teniente coronel de las SS). Casi como queriendo despertar la conciencia colectiva, el autor, a través de uno de sus personajes, recuerda: “Donde no hay memoria, no hay responsabilidad”. Y eso lo tiene en claro Kafka Tamura, quien tiene alguien que se lo recuerda: el joven llamado Cuervo, personaje que -ya desde el inicio- aparece como su sombra, su otro yo.
Aquí hay que recordar aquello de “que ni las cosas más triviales suceden por casualidad”, porque Kafka Tamura se ha criado en la soledad, observando hacia su interior, por lo que no resulta difícil pensar que él haya fabricado a un “amigo” imaginario, como lo es su desdoblamiento en el joven llamado Cuervo. Y, a su vez, es claro que, ya desde el título, el autor homenajea a Franz Kafka, pero, sobretodo, desmantelando el universo narrativo del autor checo, tratando las mismas obsesiones (la soledad, la conflictiva relación con el padre, por citar algunos). Otro detalle: Kafka, en checo, es grazno, un ave semejante al cuervo. Esa animalización, también presente en Nakata, nos indica que son ellos, los animales, los que están más cerca de su propia naturaleza.
“Quizá parezca un cuento de hadas, pero no lo es. De ninguna de las maneras”, porque Murakami ha reescrito una tragedia para hablar de la condición en soledad del hombre actual, mostrándolo perdido en el mundo, sin saber quién es, y Kafka en la orilla recuerda que “todas las cosas de este mundo son una metáfora”.
Satoru Nakata disfrutaba de sus días apaciblemente. Pasando los 60, vivía en un departamento que le había cedido su hermano, recibía un subsidio del ayuntamiento, tomaba el micro con un pase especial y hablaba con los gatos. Pero las hadas tampoco han estado presentes en su historia: a los nueve años, y por un incidente que ocurrió en una montaña a fines de la Segunda Guerra Mundial, estuvo tres semanas inconsciente. Cuando se despertó, lo había olvidado todo: su propio nombre, dónde vivía, la cara de sus padres. Su cabeza se había vaciado por completo. Creció oyendo que lo llamaban “idiota”, “idiota”. “Disculpe, pero Nakata es idiota”, decía de él mismo cuando se presentaba, generalmente frente a los gatos, porque, en cambio, adquirió la facultad de entenderlos, y por eso buscaba felinos extraviados en el distrito en el que vivía, su territorio, su área marcada, su mundo. Hasta que alguien le planteó: “O yo mato a los gatos o tú me matas a mí”. Nakata elige, luego huye, abandona su “mundo”, va a una ciudad que no conoce y llega a una biblioteca.
No es un cuento de hadas, de ninguna de las maneras. Es la última novela de Haruki Murakami, Kafka en la orilla (Tusqutes Editores), la cual, según el suplemento literario del New York Times, fue la mejor del 2005. Elección arbitraria, quizá, lo que es seguro es que el título, de reciente traducción al castellano, es el “más” complejo del autor japonés “más” leído actualmente. Simbolismo, mitología griega y japonesa, exploración psicológica, revisión histórica, análisis musical y literario, y referencias culturales modernas, todo a lo largo de 546 páginas en las que los viajes, el de Kafka Tamura y el de Satoru Nakata, se narran por separado, pero van entrelazados, porque las causas que impulsan a uno tienen sus consecuencias en el otro.
Esa idea mecanicista, asociada al Determinismo, es la que va moviendo a Kafka, quien, sin ser un “encumbrado”, un héroe clásico, cree que va realizando un calco de lo que alguien ya ha decidido de antemano. Piensa que ni las cosas más triviales suceden por casualidad, y se encuentra con la joven Sakura y la señora Saeki. Las causas y sus efectos también movilizan a Nakata, el anciano -arquetipo del hombre sabio- que va recorriendo el fin de su camino, aceptándolo todo con resignación.
El viaje -una acción rica en símbolos- en el caso de los héroes de Murakami es la necesidad de un cambio interior. El adolescente Tamura va a “iniciarse” en el mundo de los adultos, buscándose a sí mismo, como parte del proceso de desarrollo de su personalidad. Parecido es el caso de Nakata, quien, perdido entre las cosas y los hombres, a partir de su periplo llega a comprender que a su edad “está vacío”, que es como “una biblioteca sin libros”, y que siempre ha hecho lo que los demás le decían que hiciese. Los encuentros y causalidades de cada uno harán que, dentro del recorrido, se presenten situaciones oníricas, y fantásticas, por momentos.
Por un lado, son los sueños los que van acortando esa brecha, porque ellos -reveladores del yo y del sí mismo, que contribuyen a formar al individuo, y, sobretodo, que expresan su totalidad-, son espontáneos e incontrolables; y aunque escapan a nuestra voluntad, Kafka Tamura repite que “la responsabilidad comienza en los sueños, y su responsabilidad -se ha dicho- es una profecía.
Por el otro, “el mundo fantástico” habita en el interior de la mente de Nakata -o en su subconsciente-, un lugar en tinieblas, una hoja en blanco que se fue escribiendo con la experiencia. Pero, además, Murakami enriquece su historia insertando -por primera vez en su novelística- relatos sobre literatura japonesa antigua (Genji monogatari, de Murasaki Shikibu), en donde los espíritus se desplazan por el mundo exterior. No sólo los de los muertos lo hacen; también los de los vivos, como el de la mencionada señora Saeki, una elegante mujer de cara refinada que, si bien biológicamente pasa los 50, porta una pálida sonrisa, pero, interiormente, siente aún vivos sus recuerdos adolescentes.
Y son los recuerdos, como parte de la memoria, lo que, en tercer lugar, ocupan un papel preponderante en la novela, porque Murakami repasa la participación japonesa en la Segunda Guerra, y hasta las atrocidades de algún que otro personaje (las de Adolf Eichmann, el teniente coronel de las SS). Casi como queriendo despertar la conciencia colectiva, el autor, a través de uno de sus personajes, recuerda: “Donde no hay memoria, no hay responsabilidad”. Y eso lo tiene en claro Kafka Tamura, quien tiene alguien que se lo recuerda: el joven llamado Cuervo, personaje que -ya desde el inicio- aparece como su sombra, su otro yo.
Aquí hay que recordar aquello de “que ni las cosas más triviales suceden por casualidad”, porque Kafka Tamura se ha criado en la soledad, observando hacia su interior, por lo que no resulta difícil pensar que él haya fabricado a un “amigo” imaginario, como lo es su desdoblamiento en el joven llamado Cuervo. Y, a su vez, es claro que, ya desde el título, el autor homenajea a Franz Kafka, pero, sobretodo, desmantelando el universo narrativo del autor checo, tratando las mismas obsesiones (la soledad, la conflictiva relación con el padre, por citar algunos). Otro detalle: Kafka, en checo, es grazno, un ave semejante al cuervo. Esa animalización, también presente en Nakata, nos indica que son ellos, los animales, los que están más cerca de su propia naturaleza.
“Quizá parezca un cuento de hadas, pero no lo es. De ninguna de las maneras”, porque Murakami ha reescrito una tragedia para hablar de la condición en soledad del hombre actual, mostrándolo perdido en el mundo, sin saber quién es, y Kafka en la orilla recuerda que “todas las cosas de este mundo son una metáfora”.