Alejandro Filardi, “sólo para exigentes”. Personaje entre personajes, este compadrito que en televisión combina la cadencia del tango con el arte de planchar un pantalón, habla de lo que es y de los que debería ser. En otros tiempo hacía repartos en camiones Mercedes Benz, llegó a cobrar 35.000 pesos por cuatro vestidos utilizados en la película Evita y, por un piloto, tiene como piso 98 pesos. Su negocio, hoy con la persiana baja, fue –jura y perjura- “una espumita, un lujo vivo”.
En un barrio de Haedo, de cuyo nombre no me puedo acordar, no hace poco tiempo que vive un compadrito que, abstraído de la realidad, vive en la realidad, uniendo lo insólito y lo posible; viendo, sintiendo, disfrutando lo que todos ven y lo que algunos no ven. La imaginación lo lleva a decir que una actividad, un trabajo, un oficio, una profesión -si se quiere-, como el planchar, “es un arte”, un arte concebido como baile activo, con suaves pero firmes movimientos.
Alejandro Filardi es su nombre. De complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, ya frisa los 80. Es compinche de la plancha y del baile; “exigente sólo para exigentes”, enamorado de los trajes, de los ambos, de los sacos y de los pantalones; amante de las polleras y de los vestidos, galanteador de los sobretodos, de los pilotos y de los perramos. Cuenta que proviene de familia humilde, pero hay quienes sostienen que se ha ganado el apodo de Don (De Origen Noble). “Pibe, soy el tintorero más caro del mundo”.
Hay que saber, que sobreentender, que los ratos los pasaba con la plancha. Sus brazos -imaginen- equilibrando los movimientos que han de depositar en ella, la prenda, la precisión del corte, ese y no otro; la clara marca de la raya, y luego el suave traslado dentro de su casa -que antaño fue un próspero negocio-, como un galán que juega al tuteo mientras ella espera a su “verdadero dueño”. Algo así como pensar que “la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de vuestra fermosura…”. Pues ella, la refinada etiqueta -la llamó un tal Julio Vallejos, su “historiador”-, le permite “idealizar” el acto, alegóricamente, con el que el hombre seduce a la dama en un abrazo para ejecutar el delicado movimiento que exige el planchado. Porque así como el caballero no es tal sin su dama -que es quien le da su identidad-, este planchador está incompleto sin su prenda. Ella es esta necesidad de ser un artista andante. Y aunque hoy su figura sea muy frágil, porque no existe más que en su cabeza (ahí en donde algunos ven un planchado corriente, él ve calidad estética), Filardi la necesita para completarse.
De una foto tomada en 1938 en el Jardín Zoológico, cuando tenía 10 años, me dice:
-Mirá, fijáte cómo me paraba; ya vestía corbata, ¿ves?
Vení, fijáte, ¿ves esta foto? Es la barra del café. Parábamos en Villa Pueyrredón. Los chicos bailábamos entre hombres…
-¿Usted cómo empezó?
-Fue con un sastre. Me dijo que me iba a regalar un saco. Yo le dije que quería uno cruzado. Ya de chico era compadrito. Trabajaba con este sastre. Planchaba a mano; el planchador tiene que aprender primero a planchar a mano. El éxito de la tintorería está en el planchado, no en la limpieza. En 1943 fui mensajero (del Correo Argentino) y después radiotelegrafista. Vení, mirá, cómo era tu nombre…
-Federico.
Don Filardi agarra un telégrafo y comienza a hacer tiqui tiqui tiqui tiqui tiqui… “¿Escuchaste? Yo repartía telegramas con corbata. En el 55 empecé con una planchita. Iba a inaugurar mi negocio el 16 de junio de 1955, pero explotó la Revolución y tuve que abrirlo el 18. Hacía un frío de la gran puta…
Vení, manejáte como si fuese tu casa, ¿sí pibe…? Vení, mirá: yo corría en bicicleta, fui a un mundial, ¿ves? Vení, leé, ¿qué dice acá? (un póster muestra a un bailarín de tango, Juan Carlos Copes, y una dedicatoria para Filardi). Es un amigo del barrio. ¿La ves? Ella es María Nieves, “Gardel con pollera”. Ahora bailo con Susana Madeo en (la confitería) La Ideal. Un traje lo cobraba 17 pesos. Cuando comencé ya era el tintorero más caro de la Argentina”.
Comienzo a entrar a ese otro mundo que es suyo. Entrar a su casa, un lugar de 400 metros cuadrados (“Yo la levanté con mis propias manos”), escucharlo, es entregarse a la aventura. Hay un amplio hall en el que funcionaba su tintorería, hoy convertido en un salón de baile: por acá estaba la zona de recepción y entrega, por allá la zona de costura, ahí se colgaba la ropa, acá al lado el estacionamiento y garage. Vení, vos que no me creías -me muestra otra foto-, ¿ves? Nosotros hacíamos reparto en camiones Mercedes Benz. Venía acá, mirá las máquinas: bien cuidadas y limpias. Este negocio era una es-pu-mi-ta, ¡un lujo vivo! Aerolíneas me llegó a dar 120 alfombras por día, pero dejé de trabajar con ellos porque no me pagaban nunca. Levanté todo esto con dos planchas. Acá tenía el mini bar, ofrecía whisky o café a los clientes, allá arriba tenía un perfumero que funcionaba cada 15 minutos. Trabajábamos todos trajeados. ¿Ves? Acá estaban los vestuarios; camarín de hombres, camarín de mujeres. Se cambiaban acá y yo les planchaba la ropa.
“¿Querés saber dónde vive Bianchi (Carlos, ex DT de Boca)”, pregunta, al tiempo que busca su agenda, la abre, pasa un par de páginas para luego señalar con su dedo y decir: “Mirá, ¿ves?”. Efectivamente, dice Ortiz de Ocampo…
El asombro queda fugaz cuando trae una revista para mostrarme unos vestidos. “Mirá mi amor, estos vestidos se usaron para la película de Evita (protagonizada por Madona) -son cuatro-, y ¿sabés cuánto cobré? 35.000 pesos”, jura y perjura y se besa la muñeca una, dos, tres veces. “Por mi madre”.
Es mejor verlo como un “loco consciente” que tiene conciencia de que hay libre interpretación de los hechos. “Sólo para exigentes”, consta en su tarjeta/lista de precios. “Un salón para la belleza de sus prendas…”, promete. “Tienda de quitamanchas y planchado… ofrece una nueva alternativa a su distinguida clientela…”. ¿Cuál es esa “nueva alternativa”?. Pensando tal vez que ninguna palabra podía describir lo que él era capaz de hacer, no tuvo otra ocurrencia que inventarla: “Filardice” sus prendas. “En momentos difíciles -aclara-, destacamos un buen servicio de tintorería con una prestación de experiencia y calidad. Quedando a sus gratas órdenes”. Entonces, a la hora de los precios, el “sólo para exigentes”, se entiende: Trajes y Ambos “desde” 48 pesos; Sacos “desde” 28; Pantalón “desde” 25; Sobretodos “desde” 68; Pilotos y Perramos “desde” 98; Tapados “desde” 68; Vestidos “desde 48; Polleras “desde” 20…
Un par de meses antes de este encuentro, yo le había hecho notar la situación económica del país, y él, indignado, se paró, se me acercó y alejó más de una vez, así como más de una vez puso su dedo en la lista de precios para leerla. Y si insistía en que casi nadie podía pagar un precio, que hoy por hoy mandar la ropa a la tintorería era un lujo, levantaba la voz, casi con rabia, se pasaba la mano por la cara, por el pelo, para amagar con irse y luego tranquilizarse. “¿Sabés lo que pasa? El tintorero tradicional, lo que tiene, es la artesanía”.
Su vida parece sacada de un libro, pero ya está hecha libro, aunque editado en italiano (“nadie es profeta en su tierra”, me indica), con el título de “Il maestro di tango”, escrito por Julio D. Vallejos. El único ejemplar que posee Filardi lleva una dedicatoria con la siguiente inscripción: “Alejandro, que te puedo decir. Estoy por momentos contento y otros con una melancolía… Por todos los muchachos que ya no están…”.
El mismo Vallejos también se refirió acerca de las dos pasiones de Filardi. “Como verán, el baile del Tango y la satisfacción por su labor del Planchado, lo llevan a extremos originales. Son algo más que simples ocurrencias dentro de la realidad y el idealismo de dos universos armónicamente unidos”. La frase es simple de entenderla si un lunes a las 16, o un miércoles o sábados a las 15.30, sintoniza en su televisor el canal Satelital Plus para ver el programa El Moldetero. Ahí, Filardi sale bailando para luego tomar su lugar y hacer “exhibiciones con la plancha”.
En efecto, ya a fines de 1960 vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que la pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su arte, pedirle a Pipo Mancera tener un espacio en el programa Sábado Circulares. Tenía todo para explicar lo referente al planchado en una hora y media. “Mancera me pidió tres millones de pesos”, y así se acabó todo. Ahora está preparando una máquina de planchar similar a la de los coches del Turismo Carretera, en la que va a tener publicidades y los nombres de ilustres como Aníbal Troilo, Juan D´Arienzo y otros.
Hace más de 10 años que bajó definitivamente la persiana de su tienda, pero señala que no se va a llevar nada a la tumba, que le enseñó su arte a gente que viajó especialmente desde España, Alemania y otros países (su última alumna fue Irina, una inmigrante de Stalingrado que decidió abrir una tintorería en plena avenida Corrientes, y a la cual le cobró 2000 pesos por 20 clases de 2 horas diarias). No creo que sea un sueño de lo que habla, porque la locura en el sueño no persiste. Más preciso aún, comprender su pensamiento es, hoy, oponerse a la realidad, o, de otro modo, conocer lo complejo de la realidad. Es tener una visión del mundo que se funda en lo que parece; él piensa y habla de lo que debería ser, aunque a veces pareciera que vivimos en un mundo de pareceres. Pero ya algún sabio dijo que la realidad nace de nuestro interior, y que cada uno capta de acuerdo a sus necesidades.
2/09/2006
Nunca me abandones
Nacer, crecer, morir, sumados a “donar”, “cuidar” y “completar”, la fórmula que el escritor japonés emplea en su nuevo libro, reflexión sobre la condición humana a través de seres diferentes de la “gente normal del exterior
En febrero del 2004, un científico coreano, Hwang Woo-suk, director del Centro Mundial de Células Madres, anunció que había clonado, por primera vez, embriones humanos para experimentos médicos. Así, la noticia de Hwang recorrió el mundo, ya que, gracias a su descubrimiento, el avance podría ser aplicado a enfermedades incurables, como el sida, el parkinson y la diabetes. Luego, en agosto del 2005, anunció que había logrado clonar un galgo afgano llamado Snuppy. Sin embargo, el 5 de noviembre de ese mismo año, la Policía surcoreana detuvo a un hombre y tres mujeres por haber traficado óvulos ilegalmente. Tres meses después, un colaborador de Hwang admitió que el centro médico en el que se desarrollaban las investigaciones había comprado óvulos a mujeres. Finalmente, el 10 de enero del 2006, la Comisión de la Universidad Nacional de Seúl, encargada de evaluar los experimentos de Hwang, dictaminó que el científico y su equipo habían falsificado los datos en sus investigaciones del 2004 y 2005 sobre célula madre y clonación de embriones humanos, pero sí confirmaron el caso de Snuppy.
Durante el 2005, en Londres, Kazuo Ishiguro, escritor japonés que creció y vive en Inglaterra, presentaba una novela titulada Nunca me abandones, la cual cuenta la historia de Kathy, Ruth y Tommy, unos chicos que fueron juntos a Hailsham, una institución educativa inglesa modelo en su género, un ejemplo “de cómo conseguir un modo mejor y más humano de hacer las cosas”. Como todos los alumnos que allí han concurrido, ellos han crecido escuchando de sus profesores, o “custodios”, que eran “diferentes de la gente normal del exterior”, que eran “especiales”. Son seres de carne y hueso valorados por su creatividad, que disfrutan de los juegos, la amistad, el sexo y el amor; seres alejados del mal y de todo aquello que en Hailsham fuese considerado dañino. Ya adolescentes, sin embargo, dejan el instituto y pasan a un lugar llamado las Cottages, sin “custodios”, cuidándose los unos a los otros, para pasar un “período de aclimatación”, porque ellos son seres que desarrollarán un papel importante en el futuro. Sus vidas están fijadas de antemano: nacen, crecen y mueren, una manera estructuralista de vivir. Lo novedoso, es que Ishiguro agrandó la fórmula para reflexionar acerca de la condición humana, porque ellos también “donan”, “cuidan”y “completan”.
En Nunca me abandones, el escritor, autor de Los restos del día -novela llevada al cine, dirigida por James Ivory y protagonizada por Anthony Hopkins y Emma Thompson-, Los incosolables, Cuando fuimos huérfanos, Pálida luz en las colinas y Un artista del mundo flotante, ubica a sus personajes en ese país, a fines de los 90, y le da la voz a Kathy H., quien, con 31 años, está a punto de culminar con su trabajo de cuidadora. Ella comienza a recordar, porque el trasladarse al pasado le sirve para saber de dónde viene, quién es, un consuelo, quizá, para quien ya imagina cuál es su destino; un acto para quien, lejos de ser una heroína trágica, lo acepta sin rebelarse.
Magistralmente, Ishiguro va manejando los hilos de la historia, dosificando información, revelando, poco a poco, una extrañeza. Claramente da a entender que lo que uno está leyendo no es un relato típico, un simple triángulo amoroso que ocurre en una institución privada inglesa. Kathy, Ruth y Tommy han sido criados en Hailsham, y sí, son seres de carne y hueso que disfrutan de los juegos, la amistad, el sexo y el amor. Pero sus profesores, o “custodios”, les recuerdan que desarrollarán un papel importante en el futuro, que sus vidas están fijadas de antemano. Nacen, crecen y mueren, sí, pero también tendrán que “donar”, “cuidar” y “completar”.
El mundo ha vivido equivocado
La ingenuidad del trío resulta conmovedora, tierna, por momentos; terrorífica, en otros. Han crecido con el consuelo, la esperanza de, llegado el caso de haber extraviado “algo precioso”, ir a “el rincón perdido”, un lugar de Inglaterra llamado Norfolk, a donde iban a parar, justamente, todos los objetos perdidos. El encantamiento aumenta cuando Kathy y Tommy encuentran allí un caset que contiene una canción especial, la número tres: “Nunca me abandones”, tema que ella escuchaba una y otra vez. La tapa mostraba a la intérprete con un cigarrillo encendido, causa por la que Kathy se mostraba sigilosa con la cinta, porque ella, como el resto que ha sido criado en Hailsham, era especial, y fumar era mucho más nocivo para ellos (tampoco tenían libros de Sherlock Holmes en la biblioteca porque los personajes fumaban mucho, según era el rumor). Igual, Kathy, que no solía escuchar con atención toda la letra, aunque sí el estribillo, “Oh, baby, baby… Nunca me abandones”, se imaginaba a una mujer a quien le habían dicho que no podía tener hijos, cosa que deseaba con toda el alma. Pero entonces se produce el milagro, y la mujer tiene un bebé al cual estrecha con fuerza mientras canta: Oh, baby, baby… Nunca me abandones”. Así, un día, Kathy se bambolea en su habitación de Hailsham con los ojos cerrados, cantando suavemente el estribillo al compás de la canción, abrazando contra el pecho una almohada. Pero algo le hace percibir que no está sola. Abre los ojos y se encuentra mirando a la mujer alta, delgada y estirada que se llevaba, misteriosamente, las obras que los alumnos producían. Era Madame, allí, de pie, llorando, observándola a través de la puerta entreabierta. El motivo -según Kathy- era sencillo: los alumnos no podía tener hijos.
Ruth, la mejor amiga de Kathy y novia de Tommy, es quien, ya adolescente, se ha esforzado en olvidar a Hailsham; en crecer, esperanzada con dejar de ser quien debería ser para empezar a ser quien querría ser. Tampoco es una heroína clásica, pero sí queda claro que su destino roza la tragedia, porque también sabe de dónde viene y qué le espera, y sin embargo, curiosa, sale en busca de una fantasía, de su “posible” modelo, es decir, de la persona de cuya imagen y semejanza ha sido hecha: una oficinista que lleva una vida como la que Ruth ha soñado. La “copia”, por el contrario, se le vuelve un revelador espejo en el que, una vez que allí se observa, se despierta desengañada. Por otro lado, Tommy, de quien Kathy ha estado enamorada. Centro de las bromas en Hailsham por ser un cascarrabias, de niño no se ha esforzado en ser creativo; su arte ha sido “una porquería”, y la pintura, la escritura, en teoría, funcionarían como reveladores del interior de uno, del alma de los “alumnos” de la institución. Y el arte, justamente, era uno de los “requisitos” para pedir un “aplazamiento”, algo así como un período de tres o cuatro años para que aquellos que pudiesen probar que realmente están enamorados, puedan disfrutar del amor. Sus especulaciones lo llevan a pensar, ya de grande, que “ha desperdiciado su oportunidad”.
Igualmente, Kathy y Tommy van a la casa de Madame para pedir el “aplazamiento”, aunque a cambio se enteran de que ellos, los de Hailsham, son el contenido de un tubo de ensayo, seres que no podían procrear, pero sí ayudar a extender la vida de otros, y así se lo dice Madame a Kathy, al recordarle aquel encuentro de la almohada. “Lloraba por una razón totalmente diferente. Cuando te vi bailando también vi algo más. Vi un mundo nuevo que se avecinaba velozmente. Más científico, más eficiente. Sí. Con más curas para las antiguas enfermedades. Muy bien. Pero más duro. Más cruel. Y veía a una niña, con los ojos muy cerrados, que apretaba contra su pecho el viejo mundo amable, el suyo, un mundo que ella, en el fondo de su corazón, sabía que no podía durar, y lo estrechaba con fuerza y le rogaba que nunca, nunca la abandonara”.
En Nunca me abandones, la dualidad del mundo es clara. Porque los personajes, que no son lo que parecen, van descubriendo lo utópico de sus proyectos. El final del carnaval creado por Ishiguro llega cuando, uno a uno, comienzan a “donar” sus órganos mientras son “cuidados” por otro ser que también será extirpado, hasta que cada uno alcanza a “completar”, o sea, cuando ya no pueden dar nada más, con lo que sus vidas llega a su fin. La asociación es recurrente desde el siglo XVI, con la obra del escritor francés Francois Rabelais: nacimiento, vida y muerte. El aspecto, aquí, es de fines del siglo XX: clones creados para donar sus órganos a los humanos.
Algunos afirman que la novela pertenece al género de ciencia ficción (quizá, teniendo en cuenta el concepto clásico de denuncia de cierto comportamiento del hombre mediante el uso de los avances científicos y tecnológicos). Pero Nunca me abandones es una novela de ficción que se vale de la ciencia; un relato en el que Ishiguro nos cuenta las vidas, fijadas de antemano, de unos seres que nacen, crecen y mueren. Lo novedoso, es que la fórmula, para reflexionar acerca de la condición humana, incorpora el “donar”, “cuidar”y “completar”, o lo que hacemos y lo que podemos llegar a hacer.
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